El día que Fito vino al barrio

Hay tres amores (sacando a la familia, los amigos, las novias, etc) que duran para toda la vida: la música de tu adolescencia, el barrio donde te criaste y el club de fútbol (en este caso, el club de fútbol quedará afuera de la historia). Yo tuve la suerte de crecer en las calles del hermoso Villa Luro ® aunque, para ser realista, también considero parte de lo que sería mi barrio, a algunos aledaños como Vélez Sarsfield, Floresta (que a pesar de tener un club sin colores es lindo), Flores, Monte Castro y Versalles. En esas calles me crié, camine, me eduqué. Una especie de “Cafetín de Buenos Aires” pero más amplio.

En aquellas épocas, nos pasábamos el día en las calles con los amigos y aprendimos a convivir, a compartir, formamos la verdadera personalidad, la que iba a importar de ahí en más y generamos los lazos más fuertes (…”y los pibes siempre están ahí”). Parábamos en kioscos (de ahí saqué mi latigazo letal en el metegol), en videojuegos (aún hoy soy el mejor jugador de Snow Bros de la historia y del universo), en plazas, en Segba, en las esquinas. En esas calles, jugamos al fútbol, besamos a nuestras primeras novias (y alguna que otra que nos aceptó sin título de por medio), nos abandonaron y abandonamos, tuvimos nuestras primeras peleas, bebimos hasta nuestros límites (y a veces, varias, un poco más allá). De ahí que el sentido de pertenencia sea fuerte. Nosotros tuvimos la suerte de poder vivir el barrio. Hay una gran frase que Leila Guerriero le robó a un profesor y plasmó en la revista Orsai que define claramente esto: “No creo en nacionalidades, yo solo creo en los barrios”. El barrio, esa mezcla de calles, gente, lugares, y anécdotas, va más allá de las líneas imaginarias que puedan separar una cuadra de otra. El barrio es tu mundo.

Por otro lado, no hay música que te vaya a marcar a lo largo de tu vida como la que escuchás en tu adolescencia. Por más que sigas conociendo bandas nuevas (o incluso descubriendo viejas) es difícil que haya una o un disco que logre generarte lo mismo que lo que escuchás desde aquellos años.

Los que nacimos en los ochentas y, por lo tanto, vivimos la adolescencia en la década del noventa, tuvimos la suerte de presenciar la salida de varios de los (hoy) clásicos del rock nacional: Los Rodríguez editaron “Sin documentos” (1993), “Palabras más, palabras menos” (1995), y, Calamaro en soledad, “Alta Suciedad” (1997) (y pensar que algunos lo critican al gran Andrés…); Los Redondos, “La Mosca y La Sopa” (1991);  Soda, “Canción Animal” (1990); Los Piojos, “Tercer Arco” (1996); y La Renga, “Despedazado por mil partes” (1996), como para mencionar algunos. Y esos solo fueron la puerta de entrada hacia un universo increíble, sobre todo para los que empezamos a buscar los discos anteriores y a esperar los que vendrían (que, en todos los casos, cumplieron expectativas).

Pero el que más me marco de aquellos años fue, sin dudas, “El amor después del amor”, de Fito Páez. Con sólo diez años, empecé a conocerlo a través de los temas que sonaban en la radio, que al final fueron casi la mitad del disco: “Dos días en la vida”, “Un vestido y un amor”, “La Rueda Mágica”, “A rodar la vida”, “Brillante sobre el mic” y, claro, “El amor después del amor”. Uno mejor que el otro.  Y después, cuando lo tuve y fui conociendo el resto de los temas…mamita.  Ahí está todo. Y todos: Charly, Calamaro, Spinetta, Mercedes Sosa. Un dream team para un disco perfecto.

Le siguió (en mi vida, no en edición) “Tercer Mundo” (también de la década del noventa), otro disco increíble, y, de a poco, fui completando la colección, hasta llegar a conocer (y tener) la discografía completa. Con algunos no fue amor a primera vista, necesitaron de una escucha extra, sobre todo porque a esa edad (tendría unos doce, trece años), algunas de las letras me parecían inentendibles (también es increíble pensar que Fito escribió eso con veintitantos años), pero siempre había algo, al menos una frase o un momento de alguna canción que me conmovía, que me generaba algo especial.

Entre esos estuvo “Giros” (1985), con un sonido más viejo y ritmos no tan tradicionales (arranca con una especie de tango y termina con una bagüala), pero que, con el paso del tiempo y a medida que lo fui conociendo en profundidad, se convirtió en uno de mis discos preferidos, poseedor de algunas de las gemas mejor escondidas de toda su discografía. Treinta minutos de magia pura.  Un disco con el que caminé el barrio (él puso las canciones en mí walkman) en muchas oportunidades y que me acompaña desde aquella época.

El año pasado, el hermoso Gran Rivadavia, uno de los pocos cines que tuvimos en el barrio, al que me llevaron mis padres en mí niñez y ya un poco más grande volví con amigos, después de años de abandono pero en una pelea férrea contra el avance destructivo de la construcción (¡qué oxímoron!) de edificios en serie y también contra el cine sponsoreado, volvió a abrir. Y hace escasos meses, se lanzó una programación ligada al rock. Después de algunas fechas, se anunció un doblete de Fito festejando los treinta años de “Giros”.  ¿Cómo perdérselo? ¿Cómo no sentir que todo tiene un por qué, qué de alguna forma, inexplicable, imperceptible, todo está conectado?  Fila 4. Llevate mi alma si querés, Visa.

Y, a decir verdad, no sé si mi alma vale tanto. Llegué caminando por aquellas calles que me vieron crecer (“Todas las calles donde me escondí”). Entré, veinte años después (o más), al cine de mí infancia (puede que por estas cosas haya cerrado), justo enfrente de donde estaban “Los Oasis”, los videojuegos en los que pasé horas y donde ahora funciona una milonga (el tango te espera, dicen). Después de una intro con “Las luces de la ciudad”, del disco “Yo te amo”, Fito tocó “Giros”, de punta a punta, en orden y de forma impecable: “Giros”, “Taquicardia”, “Alguna vez voy a ser libre” (esta es una de las joyas mejor guardadas de Fito, sobre todo para los oyentes pasajeros), “11 y 6”, “Yo vengo a ofrecer mi corazón” (increíble lo que se genera en esta canción),  “Narciso y Quasimodo” (otra de las gemas escondidas), “Cable a Tierra”, “Decisiones Apresuradas” y “D.L.G.”. Locura total (ja). Y, después siguió con clásicos, con temas nuevos. Mencionó a “El Fortín”, la pizzería emblema del barrio y la mejor del mundo, al menos para todos los que nacimos por estos pagos. Fue un show inolvidable. Un viaje en el tiempo constante. Algunos dicen que en el último segundo de tu vida se te pasa todo lo vivido por delante. Yo tuve la suerte de tener algo más de dos horas (y, espero, algunos años más de vida todavía).

“La música no nació para morir”, dijo Fito antes de cerrar con una hermosa versión de “Y dale alegría a mi corazón”. Y le hizo honor a la frase. Como siempre, como en toda su historia (y en la mía),  y sobre todo, quizás por pura coincidencia, quizás no, como treinta años atrás había profetizado en la última frase de “Giros”: “Y será un fuego, un pantallazo, un rayo luz conmovedor, una tormenta, una música infinita” (“D.L.G.”). Una música infinita.

Texto publicado en Cuarteto Cultural en agosto de 2016.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio esta protegido por reCAPTCHA y laPolítica de privacidady losTérminos del servicio de Googlese aplican.

El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.