Cuando finalmente declararon la cuarentena empecé a imaginar cómo aprovecharla. Los libros a leer. Las películas a ver. Las horas dedicadas a escribir, a jugar. Un mensaje, en apariencia, motivador recorrió las redes, y las personas empezaron a repetirlo ilusas: “En Cuarentena Shakespeare escribió ‘El Rey Lear’ y ‘Macbeth’, entre otras cosas.” Pero la realidad es otra. O el mundo es otro. Y no soy Shakespeare, eso no hay ni que decirlo.
En estas semanas solo escribí el texto anterior y este. Además de eso, mantuve una colonia de pingüinos, que tampoco es para menospreciar. Pero eso viene más adelante. Porque, a poco de iniciada la reclusión, lo primero que quedó claro es que no iba a contar con tanto tiempo libre como creía. ¿Lidió Shakespeare en su aislamiento con un Pibito de tres confinado a un dos ambientes, sin patio ni balcón, y negado a disfrutar de una siesta? ¿Le pasaban tareas intrascendentes relacionadas con un mundo que no se sabía si seguía en pie, si aún existía, si iba a ser el mismo? Supongo que no. Que solo se dedicaba a escribir.
Por mi parte, hoy tipeo esto con las uñas de una mano pintadas de bordó por El Pibito en un momento de explosión creativa. Armamos y desarmamos el departamento, por lo menos, una vez al día, y revivimos las sapiencias de actividades prácticas que creíamos inútiles para intentar mantenerlo entretenido. Aunque, para ser sincero, él es el que mejor lleva todo esto ya que sus ganas de volver al jardín son similares a las mías a retornar a la oficina (y él cuenta con el beneficio de que no le pasan esas tareas intrascendentes, ni debe participar de reuniones virtuales para mantener la rueda del hámster girando). No pregunta por el afuera. Menciona que hay un virus dando vuelta de tanto escucharlo. Pero nada más. Su vida se reduce a esto. Es la demostración empírica de que la realidad no es más que un conjunto de creencias. Que todo el tiempo, incluso ahora, nos pueden estar haciendo creer lo que quieren, lo que necesitan que creamos. ¿No hubo una época en que un rayo significaba que dios se había enojado?
A medida que pasaron los días, con esa forma peculiar que tienen los chicos de entender y procesar lo que pasa a su alrededor, aunque parezca que viven en otro mundo, El Pibito empezó a cambiar su forma de jugar. Comenzó a armar refugios en los que acopia sus propios juguetes; una especie de mamushka formada por zonas del departamento delimitadas por él mismo donde lleva lo que supone imprescindible de sobrevenir el Apocalipsis (¿esto nos dejará como secuela un prepper? ) con sus autitos a la cabeza. Primero fue un barco formado por el sillón y su colchón. Después, a eso le agregó sillas y almohadones y se convirtió en una casa de vacaciones que incluye un patio al que sale a correr o a jugar al fútbol.
Por mí parte creí que la llevaba mejor hasta que un día me sorprendí en algo similar. Todavía no sé bien cómo pasó. Fue un miércoles, décimo día de la cuarentena obligatoria pero que, por algunas vicisitudes que no vienen al caso, yo cumplía los quince ya. Ese día volvía a trabajar después de un fin de semana largo que debería haber sido en la costa pero China, los murciélagos o el grupo Bilderber, quién sabe con certeza, se interpusieron, y mi concentración se negaba a aparecer, al menos para lo que me pagan (si es que me pagan). Entré a Instagram, por cuestiones laborales, obviamente, y entre demasiados avisos de próximas transmisiones de charlas o shows con sonido latoso me llamó la atención la publicidad de un juego. La idea era construir una ciudad e ir avanzando en diferentes épocas hasta crear un imperio. O eso creo porque entré a descargarlo y terminé bajando otro.
Aún hoy no entiendo qué me llamó la atención. El logo era un pingüino sin mucho encanto. Y la descripción tampoco era tan atractiva: “Siéntate, relájate y mira crecer a tus encantadores pingüinos”. Pudo haber sido el “relájate”. O una de las críticas que decía: “A veces lo dejo de fondo. La música me tranquiliza”. Quizás fue que promocionaban un evento con un atardecer, en estos momentos en los que el sol, para alguien que vive en un dos ambientes (sin patio ni balcón, aunque El Pibito alucine lo contrario) es un recuerdo. No sé. Pero lo bajé.
El primer día ni lo probé pero al siguiente vi el ícono que prometía algo más atractivo, al menos por desconocido, que cualquiera de las tareas que tenía por delante, y no tuve otra opción que entrar.
La verdad, con más de una semana jugándolo, no entiendo si es bueno o no. Ni siquiera estoy seguro de que sea un juego, ya que lo único que hay que hacer es dejar que pase el tiempo y juntar recursos para poder hacer nuevas estructuras sin casi interacción humana (eso que llaman farmear). O sin ningún tipo de complejidad ni problemática. Los pingüinos, sacando cualquier connotación política, son simpáticos pero eso no basta para explicar porqué lo sigo jugando.
En busca de un sentido me puse como meta llegar a ver aquel atardecer prometido, como si fuera la luz al final del túnel. Y mientras El Pibito grita desde su nuevo búnker recién terminado “¿Quién quiere venir a mi casa de las vacaciones?”, yo trabajo con el celular abierto en ese mundo ficticio justo que el de afuera se va convirtiendo, más que nunca, en lo mismo; uno al que solo se puede acceder a través de pantallas (y ese, depende del canal, del medio, puede ser totalmente diferente también). O, como mucho, acariciar desde la ventana o en una salida furtiva para conseguir un poco de alimento o de alcohol que ayude a aligerar la espera.
Y ahí comprendí que para evadirme del confinamiento me había encerrado en una isla, había entrado en un bucle infinito, como Sawyer leyendo “La invención de Morel” en la mejor serie de la historia. Al igual que El Pibito, armé mi propio refugio en el que acopio oro, corazones, diamantes, pingüinos (ya somos unos cien) para pasar el tiempo, a la espera de que esto termine con la menor cantidad de muertes posibles (ese es el grado de inverosimilitud en el que vivimos). Pero el de él sale de su propia cabeza que ojalá no haya ni virus ni obligación ni sarcasmo oscuro que la limite. ¿Se acordará en unos años de todo esto que vivimos? Perdón, Freud, pero el tema del inconsciente a los padres no nos conforma, es más invisible que un virus mortal.
Pero también entendí que el mundo había cambiado. Se nota en la quietud, en el silencio de la ciudad que se ufanaba de no dormir, solo recortado por el aplauso de las nueve, las charlas, escuchadas involuntaria y forzosamente, de los vecinos, o las ansias de algunos de mostrar su arte recién aprendido para evadir la soledad.
Es cierto que cada vez que pasa algo así, que nos enfrentamos con la muerte en un plano más real que la simple conciencia de que está en la baraja, tomamos dimensión de muchas cosas, prometemos cambiar o valorar otras. Y la rutina y el tiempo suelen devolvernos al mismo lugar de antes del cimbronazo, a veces sin dejar siquiera una huella. Pero, aunque con el paso de los días nos fuimos acostumbrando, adaptando a esta nueva forma de vida, esta vez si estamos atravesando algo único. O por lo menos excepcional. ¿Cómo volvemos a la “normalidad” después de esto? ¿A tomarnos un bondi a hora pico? ¿A ponernos zapatillas o jeans todos los días, todo el día? ¿A hacernos problemas por las nimiedades que solían preocuparnos poco tiempo atrás? Deberíamos aprender algo de todo esto. Lo digo yo que manejo a la perfección una colonia de pingüinos. Sin embargo, no albergo demasiadas esperanzas de cambio, de mejora. La humanidad no aprende, se repite… Por eso mi objetivo, al igual que en mi isla, mi refugio, no es demasiado ambicioso: volver a juntarme con familia, comer un asado, tomar una birra, así sea caliente, con amigos, y algún día, en medio de extraños, edificios, colectivos, asfalto, todo necesariamente palpable tras meses donde el tacto se volvió un enemigo, encontrarme con un atardecer real. Por lo pronto, al menos en el otro (¿nuevo?) mundo, lo logré.
Texto publicado en Cuarteto Cultural en abril de 202o