Sentencia

El día que supe que todo se había terminado vos estabas feliz. Con esa felicidad falsa, impostada, que otorga el abandono de la voluntad ante una superstición en ciertas sentencias. Yo había tenido un mal día, es cierto. Venía de pelearme con mi jefe por algo similar, si se quiere. Me había pedido algo con urgencia de una manera que no me había gustado y no pude, ni quise, quedarme callado. Él, muchas veces, trataba de disimular su falta de conocimiento con órdenes mal formuladas. O que, al menos, a mí no me gustaban (otra vez, sentencias…). Era su forma de equilibrar las fuerzas, de conservar su posición de poder (otra vez, supersticiones…). Y yo tengo cierta obsesión con el uso del lenguaje, además de con el abuso del poder ficticio. O, también puede ser, cada tanto me agarro de eso para pelear.

Ese, justo, era uno de esos días. No se la dejé pasar y terminamos en una reunión de una hora donde lo único que quedó claro es que no lo necesitaba tan rápido como había dicho; la pareció más importante sostener su percepción de autoridad.

Al volver a casa, me estabas esperando ansiosa. Cuando entré, me pediste que cerrara los ojos y me llevaste hasta el cuarto. Por un momento, me ilusioné con que, de alguna manera, te hubieras enterado de mi mal día y me lo quisieras mejorar con un encuentro sexual fuera de la rutina a la que nos habíamos acomodado. Básico mi pensamiento pero con eso mi cuerpo se comenzó a preparar. Sin embargo, al llegar a la habitación no me desnudaste, solo me dijiste que abriera los ojos. Mi decepción fue total. En la pared, enfrente de la cama, habías pegado unas palabras para decorarla. Una lista de acciones en imperativo. Una especie de catálogo de verbos, involuntarios en su mayoría. Encima en neutro. Órdenes. Sentencias.

Me miraste con esa sonrisa vacía de humanidad que trae el misticismo, como preguntándome qué me parecía. Y yo supe que era el fin. No pude ocultar mi desilusión. Ante mis fantasías deshechas, que ya no volverían a ser iguales nunca más pero, sobre todo, por tu simpleza al emparchar una necesidad con esas palabras más básicas que mis fantasías.

Lo único que me salió decir fue que, al menos, habían quedado centradas. Me insultaste y te fuiste. Esa fue la primera noche que dormimos separados.

Desde ese día te odié. Con un odio visceral, corporal. No podía sentirte cerca sin que resonaran esas palabras y que la imagen tuya, espléndida, hermosa, que me había construido durante años se fuera desvaneciendo cada vez que eso ocurría. Las veía desde la cama, me las topaba cuando me levantaba y me costaba ignorarlas. Quería buscar al imbécil que te lo había vendido, o al que había creado aquel decorado, y de ser necesario asesinarlo con mis manos a ver si ponía en práctica sus sentencias para lograr sobrevivir. “Respira. Lucha. Vive”. En ese instante, comprendí que estábamos condenados a la extinción. Como pareja y como especie.

Las discusiones comenzaron a convivir con nosotros, al punto de que no encontrábamos otra forma de comunicarnos. Cuando buscábamos una explicación yo me veía obligado a ocultar que era solo por aquello, que ahí había empezado. La única vez que mencioné algo al respecto me contestaste: “Son palabras que me hacen bien”. Restándole importancia. Pero yo no podía concebir haber planeado una vida con alguien así. Supongo que en el fondo, la decepción venía de entender esa diferencia en nuestra visión del mundo, de la belleza.

Y un día te fuiste, y yo me sentí, después de mucho tiempo, tranquilo. Sin embargo, esas palabras se quedaron como una presencia, como tu fantasma, dándome órdenes, trayéndote con el peor de los recuerdos de nuestros años juntos. A veces volvía tarde a casa y me iba directo a la cama sin prender la luz para no verlas. Incluso, barajé la idea de abandonar el lugar y ocultar la llave en algún lugar alejado para que nadie tuviera que pasar por lo mismo.

Hasta que una noche llegué medio borracho y me paré enfrente de ellas para tratar de entenderte. Sin embargo, lo único que creció dentro de mí fue una fuerza irrefrenable por derribar la pared, la casa. Necesitaba borrarlas, borrarte. Intenté arrancarlas pero, además de centradas, estaban muy bien pegadas (punto para el imbécil). Demasiado. Saqué las letras que pude pero sus siluetas se seguían marcando como si la pared las hubiese absorbido para inmortalizar los vestigios del principio del fin, para que si alguna civilización futura las encontrara comprendiera el por qué de nuestra desaparición.

Tambaleando fui hasta la cama y me acosté pero las palabras se me repetían en bucle con tu voz y cuando miraba hacia el lugar aparecían como flashes. Volví hasta ellas e hice un nuevo intento por arrancarlas. Al notar lo inútil de mi tarea comencé a cabecear la pared hasta que la sangre que brotó de mi frente las fue borrando, esa vez sí, definitivamente. Y, antes de perder el conocimiento, por fin, se callaron y, por primera vez desde que te fuiste, en realidad, desde que pegaste aquellas palabras, volví a sonreír.

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