Todos necesitamos una pequeña dosis de magia en nuestras vidas, algo que nos saque del eje, que nos de la posibilidad de creer en que no todo tiene necesariamente una explicación. Claro que ante una de estas situaciones, algunos, los más cínicos, le buscarán la vuelta para desmitificarla; intentarán por todos los medios encontrar algún fundamento para que su mundo lógico, estructurado, no los pueda sorprender. Gastarán horas en encontrar los hilos detrás y así volver a sentirse tranquilos. “Ahh…pero esa caja tenía doble fondo”, dirán mientras comen su pizza con cerveza después del show, como si que un planeta gire alrededor de una estrella a la distancia exacta para que engendre vida, y que esa vida evolucione hasta el punto de poder hacer una grande de jamón y morrones y birra fuese algo normal, lógico. Estos son los que prefieren al mago enmascarado explicando los trucos en un triste programa que soltarse, creer por unos minutos que ese tipo puede volar, adivinar la carta elegida o sacarla de un sombrero que no estaba en los planes, y disfrutar de ese instante en que el mundo y sus leyes, por suerte, pierden sentido.
En una época de mi vida se me dio por interiorizarme en los juegos con espíritus. Me gustaba conocer historias de este estilo (aunque fueran del primo de un amigo de un amigo e incluyera detalles inverosímiles) y cada vez que los padres de alguno se iban de la casa, aprovechábamos la ocasión para jugar al famoso Juego de la copa, con el que supimos pegarnos unos lindos sustos.
Tiempo después, en el barrio se empezó a rumorear que “El Chino” tenía una tabla de Ouija. Un chino y una tabla de Ouija… ¿cómo no sentirse atraído? ¿Cómo no suponer que algo increíble podía pasar?
Uno de mis amigos salía con una vecina que era amiga del famoso Chino (¡Qué linda la vida de barrio!). Ese era nuestro contacto, nuestra forma de llegar a la tabla, que a su vez era algo más serio y superior a ese entretenimiento para niños en que se había convertido el juego de la copa, tras abusar del mismo.
Una noche de verano que estábamos sentados en la puerta de la casa de mis padres, cayó el amigo-nexo, “La Máquina” (aunque todavía no se había ganado ese apodo), y nos dijo: “Están jugando acá a unas cuadras, ¿vamos?”. Ni lo dudamos. Nos subimos al 147 blanco de mi familia y fuimos para allá. Éramos cinco: Mi hermano, Quique (por su parecido a Enrique Iglesias), Sesto (por su apellido, esas costumbres que quedan de la primaria), La Máquina y yo. En el coche íbamos en silencio. En el aire se respiraba esa mezcla de excitación y temor que genera jugar con lo desconocido.
Llegamos al lugar, un local abandonado en Segurola y Morón, el límite geográfico entre Vélez Sarsfield y Floresta, que pertenecía a la familia de uno de los amigos del Chino. El lugar parecía ambientado para la ocasión. Una primera habitación con una mesa de caballetes, y los restos de herramientas de construcción. Por una puerta a la derecha se salía a un patio, donde había un coche, también abandonado, y maleza sin cortar (o eso es lo que recuerdo). Caminando por un pasillo que se formaba entre las plantas y la pared se llegaba al fondo, donde en el piso estaba la tabla de Ouija y todos los participantes sentados alrededor, iluminados por unas velas. (¿Las películas se basan en la realidad o la realidad imita a las películas?)
Luego del saludo cordial (nos conocíamos todos del barrio, del club o de algún partido de fútbol compartido) nos sentamos completando la ronda mientras nos ponían al tanto de en qué andaban. “Estamos intentando hablar con el diablo”, dijo uno. Como para arrancar.
En el piso habían dibujado la Estrella de David colocando tres monedas en el centro, como, supuestamente, el espíritu con el que estaban “hablando” les había indicado. Mientras, él también se encargó de darnos la bienvenida a los recién llegados: “Lindo coche, Jorge”, le espetó a mi hermano. “Que Fede vaya para adelante”, dijo. Y ante la consulta de por qué pedía eso contestó: “Porque tiene miedo”. Simpática ánima…
Después de estos saludos amables con el espíritu (no se quería quedar afuera, o adentro, no sé bien como es la cosa), dos valientes se fueron, armados con una linterna cada uno, hacia la zona del coche abandonado. Segundos después (o minutos, ¿quién sabe? En este tipo de situaciones la noción del tiempo cambia), se oyó una pequeña explosión, como si se hubiera pinchado la rueda de un coche. El silencio invadió el lugar, ya de por sí silencioso. Cuando reaccionamos, empezamos a llamar a Los Valientes, que no contestaban. Al rato aparecieron, sin nunca haber respondido al llamado, y mostraron que ambas linternas se habían quemado.
Tras dicho episodio, decidimos cambiar de escenario (para hacer todo más cinematográfico) y nos fuimos a la parte de adelante, donde estaba la mesa con los caballetes. De a poco, la charla se volvió más violenta. La explicación fue que supuestamente (y para alegría de los dos valientes que arriesgaron sus vidas y unas linternas en vano) estábamos hablando con el diablo. “Martín, te espera tu mamá en el ataúd”, escribió. “Fernando, tu hermanito tiene frío”, tiró después (algunos nombres pueden variar a pedido de los implicados. O,en realidad, porque la memoria de quien escribe a veces falla). Sorprendía la velocidad con la que escribía las frases. Y sin errores.
De repente, arrancó a hacer una cuenta regresiva “9, 8, 7”. “¿Qué pasa?”, preguntó alguno. “6, 5, 4”, seguía, sin responder. “3, 2, 1”. Uno, en un rapto de lucidez, puso la mano tapando el cero. La Ouija intentaba empujársela para poder terminar la cuenta. Ahí, uno de los que jugaba más seguido dijo que lo que había que hacer, según el manual (manual que nunca vimos, ¿existirá algo semejante?), era dibujar un círculo alrededor de la mesa con la vela para sacar al diablo y volver a hablar con el espíritu amigo. Es inexplicable lo que se genera en este tipo de ocasiones, pero todos creímos que lo que decía tenía lógica, que eso era exactamente lo que teníamos que hacer. Y, claro, lo hicimos. Uno se encargó de dibujar el círculo y entonces el tono de la charla volvió a ser el de antes, aunque con un pequeño grado de urgencia y tensión, ya que el espíritu amigo nos aseguraba que nos iba a ayudar a escapar.
Acá todo empieza a enturbiarse. Lo que hasta ahora parece una simple charla con una tabla (¿simple charla con una tabla?) empieza a tomar forma física, a manifestarse más allá de un movimiento certero de un pedazo de madera.
De repente, yo, que estaba ubicado en una de las cabeceras, sentí que la mesa se hundía en mi panza por lo que pedí que dejaran de empujarla. Todos miramos hacia la otra cabecera pero no había nada. En ese momento, la mesa se empezó a mover hacía la cabecera vacía, como queriendo salir del círculo. Mientras los que tenían su mano en la Ouija seguían charlando con el espíritu amigo (es una locura todo esto), el resto, salvo uno que le rezaba al rosario de su abuela, sostenía la mesa para que no se saliera del círculo. En medio de este caos, nos grita (no sé si hay forma de saber que era un grito, ya que la Ouija no escribe en mayúsculas, pero es lo más correcto en este caso): “¡CORRAN! ¡AHORA!”. Por un segundo nos miramos todos a la cara. Fueron esos segundos que duran más, donde todo se detiene. De pronto, corrimos hacia la puerta. Atrás nuestro la mesa se desplomó. Lo supimos por el ruido ya que nadie giró a ver qué dejábamos atrás, si, como en las películas, un fantasma nos saludaba o se reía del grupo al que había molestado por un rato (ínfimo en su existencia). Lo único en que pensábamos era en salir y no volver nunca más.
Tras una breve aglomeración, debido a la puerta que no se abría (y a la urgencia de todos por huir), salimos del local creyendo que todo había terminado. Ilusos.
Como la valentía era una de nuestras principales características, cuatro nos fuimos a dormir a lo de mis padres. Dice la filosofía ouijística, o eso es lo que nos contaron, que los espíritus, luego de una sesión de este estilo, se meten en un gato. Podría hacer una analogía sexual en este momento pero la seriedad del tema no lo permite. Al llegar a la casa de mis viejos, dos gatos, desde la vereda de enfrente, miraban directo a la ventana de mí habitación que daba a la calle.
Antes de entrar, decidimos ir a comprar unas provisiones. Creo que también necesitábamos ver que el mundo, la vida, seguía tal cual era cuando nos fuimos.
En el camino a la estación de servicio de Juan B. Justo y Lope de Vega un muchacho nos preguntó la hora. “Dos y media”, contestó el único que tenía reloj en esa época libre de celulares. Minutos después, cuando ya habíamos comprado y estábamos por volver al refugio, uno del grupo volvió a preguntar la hora. “Dos y media”, contestó el mismo que antes. “Ah no, se me paró el reloj”, dijo sorprendido. Y en ese instante, las agujas volvieron a moverse.
Sin embargo, llegamos sanos y salvo (y con las provisiones necesarias para sobrevivir un par de días, si era necesario) a la casa de mis viejos. Los dos gatos seguían firmes enfrente. Pusimos un VHS de Los Simpsons para olvidar el mal trago de la noche e intentamos hablar lo menos posible de lo vivido. Después de algunos capítulos, logré dormirme.
Al rato, “La Máquina” me despierta: “Fede, escuchá”. Adormilado todavía intenté prestar atención. En el silencio de la madrugada del hermoso Villa Luro, un maullido en forma de frase se escuchó. “Salgan de ahí”, decía. Y lo repetía. Sin ganas de levantarme e inconsciente del horario le dije: “Debe ser el pibito de enfrente que siempre lo encierran en la ventana”. “Fede, son las seis de la mañana”, me contestó. Y me confirmó lo que ninguno quería creer: “Son los gatos”. El grito se repitió varias veces pero a pesar de nuestra valentía que vinimos demostrando, nadie salió. Por siempre nos quedará la duda de qué hubiera pasado si uno salía. Quizás nada, quizás de todo. Quizás, como en casi todos los casos de la vida, la duda ya es suficiente castigo.
De a poco, nos fuimos durmiendo, bastante salteado e incómodos (mental y físicamente). Desde ese día, nunca más volví a jugar a la Ouija, tampoco a la copa. Ni tuve un gato.
Con el pasar de los años, con la memoria que va mezclando las cosas, con la racionalidad que le va ganando al iluso, al fantasioso (dicen que eso es crecer), esa noche se volvió más borrosa, menos creíble, a pesar de haber estado ahí. Alguna vez quise preguntarle al Chino o a sus amigos si nos habían armado una joda (si lo hicieron son unos genios, aunque lo de los gatos no entraría en la explicación). Pero al final elegí no saber. No quise convertirme en ese ser triste que festeja al mago enmascarado. Preferí (y prefiero) creer que todo fue tal cual lo recuerdo, que pasó, que ese día diez pibes en un barrio perdido de Buenos Aires derrotaron a la lógica, al universo, a sus leyes. O al menos que nos topamos con una muestra de que la magia existe. Y no es poco.