Miro como pasan los coches por la autopista desde una silla incómoda, que un rato después se desarmará y me dejará al límite del suelo, casi como la encarnación metafórica de la situación, en la parte de afuera de un bar de una estación de servicio de autopista (deberíamos usar más el término “Gasolinera”). Me llega un embriagante olor a nafta y un calor primaveral en pleno invierno mientras intento ver en el celular (¿cómo puede ser que una estación de servicio de ruta no tenga televisión?) a Atlanta que pierde 1-0 con Brown de Adrogué. Son unos minutos nomás en los que la caída a la Primera B, una B diferente en la que no hay cuarenta equipos arriba, como en cualquier liga seria, sino 55, es una certeza. Cada vez más lejos. Como yo, que no debería estar acá.
Un rato antes, cuando el auto empezó a hacer ruido, fantaseé con ese momento en que el normal fluir de la vida se trastoca (o lo que se espera de un normal fluir) y uno tiene que adaptarse a esa nueva realidad, muchas veces más incómoda que la otra en la que todo funciona bien. No fantaseé con eso exactamente, sino ya con el instante de resignación de que todo lo planeado no sucederá de la manera esperada, y con el disfrute de esa situación. Para ser más preciso, imaginaba que en ese cambio de realidad terminaba comiendo una milanesa napolitana con fritas, de esas que el queso derretido supera en demasía a la carne, generosa también y con suficiente salsa para mojar las papas, en un bar desconocido de aquel tramo que me separaba de mi casa. En ese hallazgo y disfrute imaginario encontraba cierta felicidad.
En algún momento, pierdo la atención en el partido. El afuera se me vuelve borroso y aparecen las imágenes en mi cabeza de los planes que había hecho. La idea era salir temprano desde Monte (esa parte se cumplió) para llegar cerca del mediodía. Pasar por El Fortín por unas empanadas y prepararse para ver el cotejo ya en casa. Final de vacaciones redondo. Pero no. Los planes suelen ser ideales, una seguidilla de acciones concatenadas de forma exacta hasta llegar al resultado esperado, en los que uno no calcula tanta diferencia aunque siempre imagina algún tipo de desvío. Pero de repente un ruido en el coche, unos intentos con los conocimientos rudimentarios que se puede tener sobre el funcionamiento del mismo para tratar de subsanar la rebelión de las máquinas, el capricho obcecado de la tecnología, la misma que me está dejando ver el partido en una estación de servicio, inexplicablemente, sin tele, de demostrarse por delante de la especie que la inventó, de cambiar el rumbo de los acontecimientos. “¡Mirá qué endebles, qué débiles, pueden resultar tus planes!”. Golpe a la mandíbula y a la lona, llevándose todo tipo de relax que se haya logrado en los pocos días libres.
Y yo, en esa realidad en la que estoy sentado mirando como entran coches y como la autopista se va cargando por el fin de las vacaciones de invierno presagiando un regreso infernal, puedo ver destellos de la otra realidad, aquella en la que la tecnología estuvo de nuestro lado, en la que estoy en el sillón de casa, con la mezcla de sentimientos que supone el final de las vacaciones, la perspectiva del lunes por venir (¿Alguno hará un chiste de que me queda un año por delante?), comiendo unas empanadas con una cerveza helada, ilusionado con una victoria que nos saque del fondo. ¿En esa realidad Atlanta iría ganando? A esta altura, casi que cuesta imaginar eso…
Tomo un trago de una Sprite con la que buscaba reconfortarme y que en mi cabeza era más rica. Otra vez los planes, en este caso en forma de expectativa, deshechos. En esta oportunidad, a causa, supuestamente, del cuidado de la salud de los que la consumen. Ya no existe una Sprite que sepa como antes. “Menos azúcares”. Todas. “Te acostumbrás”, dicen los que la toman con regularidad, ese mantra humano que nos puede llevar a la destrucción. O a la mínima expresión del disfrute. No me quiero acostumbrar. Quiero que me guste. Quiero a mi vieja Sprite. Quizás exagero un poco porque se nos quedó el coche, porque estoy lejos, y Brown nos está ganando con una sola llegada.
Mi viejo se para y se aleja. No logra prestar atención al partido. Su pensamiento está solo enfocado en la llegada de la grúa que recomponga o, al menos, nos vuelva a acercar a aquella realidad que ya perdimos. O que nos lleve a casa. Lo noto inquieto. Que se le quede el coche es una de sus peores pesadillas. Quedamos nosotros dos solos ya que el resto de la familia fue evacuada, como manda el código de conducta caballeresco, gracias a un tío salvador.
En el momento exacto en que mi viejo desaparece de mi vista, Bisanz, una de nuestras jóvenes promesas, tira un centro que la defensa de Brown despeja sin fuerza. Evelio agarra el rebote, la adelanta, se mete en el área y recibe un fuerte planchazo en la línea. Penal. Por suerte, en el ascenso no tenemos ese invento que está destruyendo el deporte, ese intento de unirnos a las máquinas, esas que, cada vez más seguido, se nos ponen en contra, de eliminar el error, como si este no fuera parte del normal fluir, por el que estarían mirando la jugada veinte veces para definir si es o no penal. Conservamos algo del amateurismo, de que los únicos segundos de incertidumbre sean los que te lleva mirar al línea para verificar si levantó la bandera, de que no llamen al árbitro para anular un gol que ya gritaste, abriendo más realidades y aumentando el descontento de la humanidad con la tecnología (y sobre todo con los popes del fútbol, que, como todo grupo que concentra poder, está cada vez más alejado de los deseos de la gente).
Lo llamo a mi viejo que en el camino vuelve a pispear de refilón cada vehículo que ingresa con la ilusión de que aparezca la grúa prometida. Creo que si en ese instante le preguntara si prefería que sea gol o que llegue el auxilio contestaría sin dudar. Y luego se arrepentiría.
Esos minutos entre que los jugadores discuten en vano la decisión del árbitro y el nueve acomoda la pelota, la realidad vuelve a cambiar con esa esperanza religiosa, inentendible, que tenemos los que gustamos del deporte más lindo del mundo, y todos los problemas (el coche, la grúa, los kilómetros de distancia, la posibilidad del descenso) desaparecen al gritar un gol catártico en una gasolinera lejana, concurrida, que permanece ajena.
A partir de ahí, todo se acomoda y minutos más tardes llega, finalmente, el auxilio, justo en el entretiempo (un guiño de las máquinas para hacer las paces, aunque luego me declararán la guerra definitiva dejando sin batería, a pocos minutos del final, el celular donde seguimos el partido). Al subirnos, ya de regreso a casa, van tres minutos del segundo tiempo y Atlanta gana 2-1. Nos perdimos el gol así que festejamos con un grito silencioso a destiempo. Como si tuviésemos VAR. Un mundo horrible.
El viaje sigue en silencio. En realidad, nosotros estamos en silencio pero se escucha por lo bajo el relato del partido en el que no pasará demasiado más para los ojos objetivos (si es que eso existe). Miro para afuera. El día está soleado. La autopista parece despejada. Entra un sol amable por la ventanilla. “Qué rápido parece el viaje cuando maneja otro”, descarga su tensión mi viejo y pierde la vista entre los coches que entran a Capital. Los planes cambiaron. Pero no son más que teorías. La realidad es única. El normal fluir es este. Al final, no fue una napolitana en un bar de ruta pero fue una victoria en un grúa. ¿Alguien, alguna vez, en todas esas realidades que se abren en cada decisión, podría haber imaginado algo así?