Veo la silueta de Port Knot City a lo lejos. Vengo de escalar una montaña cargando unos noventa kilos a mis espaldas, de luchar con tres CVs, una especie de espíritu que se convierte en un animal marino lovecraftiano que intenta arrastrarme hacia un océano brumoso, oleoso. Estoy agotado, con restos de aquel aceite por todo mi cuerpo. Sin embargo, al subir una última loma veo aquella ciudad industrial a lo lejos, con ese aire de una existencia definida por el trabajo que de desaparecer la fuente se llevaría todo a su alrededor; esas ciudades que cuando cruzó en medio de la noche en alguna ruta con sus chimeneas que exhalan fuego sin descanso me entristecen pero, en esta ocasión, me alegra. De repente, el silencio que caracteriza a un mundo post apocalíptico que hasta ese momento era interrumpido solo por mi respiración agitada, mis pisadas, algún gemido de dolor y el ruido de las cajas metálicas que llevo en la espalda, es recortado por una canción hipnótica, melancólica. Una guitarra acústica arpegiada en la que se nota la presencia humana, sensible, perfecta. Una voz dulce en medio de aquel vacío en el que la comunicación se da casi exclusivamente con hologramas. Esa mezcla hace que la visión de aquella ciudad otrora hostil se convierta en un oasis. Estoy inmerso completamente en la historia y eso me lleva a comprender la genialidad detrás de un juego y de la decisión de poner en ese preciso momento aquella canción. La agrego a mi Spotify y conecto aquel mundo virtual con el mío. Al día siguiente, la uso para correr y la conexión se hace aún más fuerte. Y eso me lleva a unas ideas que había empezado a escribir un tiempo atrás. La música y las ciudades (el nombre de este texto, o de aquel que ya no es este, era “Un disco, una ciudad”). La música y los momentos. La música; nuestro punto más alto como especie, de esos que nos hacen únicos.
A pocos días de que empecé a escribir aquel texto, falleció una amiga de La Patrona. Sacando la tristeza tras una muerte inesperada, el sábado siguiente a la mañana, como homenaje, todos los conocidos pusieron a la misma hora en sus casas Cerati. ¿Qué puede deducir el frío algoritmo del crecimiento exponencial en una cálida mañana de noviembre de las reproducciones de un artista? La música como catarsis, como unión, como forma de comprender el mundo, y Cerati, uno que también se fue demasiado pronto, se suma en algún momento con una definición genial del arte o de esto de la humanidad: “Sacar belleza de este caos es virtud”.
Unos días más tarde, otra amiga festejó el cumpleaños en una fiesta en la calle que organizaba un bar. Al ser domingo y de noche, todos queríamos mantener cierta conducta, ya que cada vez cuesta más recuperarse. ¿En qué momento dejamos de ser invulnerables, eternos? Pero la cerveza empezó a correr, el día se hizo noche y alguien empezó a tocar una de Gilda. Ahí supimos que no nos quedaba otra que tomar una más, disfrutar de aquellas canciones sin las preocupaciones del día, la semana, por venir, y nos convencimos modificando una frase del Flaco. “Mañana no es mejor, mañana es mentira”. Desde hace unos meses, se podría decir que desde que se abrió el mundo de nuevo, hay una sensación de fragilidad, la misma que sobreviene a cualquier tipo de suceso trágico, y que resulta en un tipo de hedonismo. La idea de “Ya fue todo”. Si, en definitiva, mañana es mentira. Y la música ahí, como mensaje casi divino.
El texto que había empezado a escribir tenía que ver un poco con eso. Con el disfrute de salir de casa luego de la jornada laboral y subirme a un bondi (¿cuánto hubiera escrito sino viajara tanto en colectivo? ¿Y sino me gustara la música ni los juegos?) sin el estrés de las zonas álgidas. Y surgió porque, desde hace un tiempo, cuando salgo a esas horas pongo siempre el mismo disco. Me gusta arrancar a caminar por el barrio con esa idea, un poco triste, de “El tesoro se está hundiendo”; esa sensación de finitud, de que algo se termina. Me gusta subirme al colectivo al atardecer y que suene “Las luces” mientras viajo por la hermosa Buenos Aires. Hay algo en esas guitarras solitarias que dan la bienvenida, en la batería que comienza a aparecer de a poco con un rulo que, a veces, parece a destiempo, la cadencia de la voz cantando “Rezamos sobre ríos sin agua buscando recompensa. Y todo el tiempo que dormimos así con ira” que me hacen entrar en sincronía con el acto de viajar, con la melancolía del atardecer. En la segunda parte, cuando casi se repite todo, me gusta estar en movimiento, con cierta velocidad que se adapte, aunque el exterior permanezca ajeno a lo que suena en mis auriculares. Ese exterior repleto de personas, algunas que también vendrán escuchando diferentes canciones que disfrutan al viajar y, quizás, lo están haciendo en el mismo momento pero puede que sean completamente diferente en tono, en la búsqueda sonora, anímica. Tantos mundos como personas.
Para cuando llega “El mundo extraño” prefiero que el cielo haya oscurecido un poco, que los rosas de los rayos del sol se hayan desteñido mutando a violetas, el último indicio de color antes de la oscuridad mientras la ciudad se va encendiendo y toma el control lo humano. Me gusta observar las calles que brotan desde la avenida por la que va el colectivo, estas no tan iluminadas pero que permiten vislumbrar la perspectiva urbana con las siluetas de los árboles que de a poco fueron recuperando su frondosidad. En esos momentos siento que estoy en mi lugar, que soy “irreparablemente, incomprensiblemente porteño”. “No ignores la belleza de este mundo extraño”, canta Santiago como punto cúlmine de la canción. Y es un buen resumen y, quizás, una de las mejores frases que nos dio el rock en los últimos años. Para el final, El Mató deja en bucle el “Ahora soy mejor, te juro soy mejor” como un mantra, algo que les encanta hacer y que en sus shows es un toque distintivo. Para ese momento, me gusta haber llegado. Incluso, si es necesario, dar una vuelta por la zona para esperar a que termine la canción. Esa frase tiene algo del camino del héroe, de fin de viaje. El viaje como metáfora o búsqueda de transformación, de cambio (debería escribir una novela sobre eso…). O el viaje como fin en si mismo. Por Buenos Aires, por montañas digitales o por momentos, y que la música, como a todo, como a nosotros, siempre mejora.