#4 – El Reducto

Algunos lugares necesitan de la ostentación en su arquitectura para tener cierto valor, para convertirse en algo interesante. Simular un estilo histórico, tener un tamaño descomunal o agregarle una pintura de alguien famoso o un mural con referencias bíblicas. Pero a otros les basta con lo que se genera en su interior. Estos últimos, en gran medida, tienen su poder en las personas que lo habitan, aunque sea de manera esporádica. Puede que atraigan a cierto tipo de gente con su propio magnetismo para lograrlo o que su magia resida en esa periodicidad, en la conjunción de una suma de factores en un momento específico.

Llegamos a El Reducto de casualidad. Un punto sugerido en el Google Maps en la zona que estábamos buscando. Un buffet con pinta de bodegón dentro de un club. En las reseñas, la mayoría de las fotos eran de milanesas (¿cómo puede ser que el autocorrector desconozca la palabra milanesas? ¿Esta es la inteligencia que nos va a dominar?) que se veían más que bien. Y se vislumbraban sillas con respaldo. Lo mínimo e indispensable que uno busca a cierta edad.

Las críticas eran bastante positivas aunque escasas. Las negativas mencionaban un gato que merodeaba las mesas, la falta de una carta, y no por haber sido reemplazada con el insufrible QR sino por su inexistencia. Otros se quejaban de que el personal se limitaba a una sola persona que hacía las veces de mozo y cocinero, y que te decía a viva voz qué era lo que tenía para comer ese día. Esos desconocen que, muchas veces, menos es más, pero después se sacan fotos en lugares que les faltan el respeto sirviéndoles tragos en frascos.

La primera vez que llegué, Pablo, así se llama el mozo/cocinero, me miró con desconfianza, me preguntó si teníamos reserva y me avisó que aceptaban solo efectivo. Pablo es un hombre de pocas palabras y gesto adusto que se jacta de no equivocarse jamás en un pedido. Quizás, esa aspereza en el trato haga que nadie se anime a contradecirlo y eso acrecienta su autopercepción de infalible.

Supuse que el lugar se llenaría, sobre todo por lo de la reserva, pero durante la noche, que fue bastante larga, solo se ocuparon un par de mesas por algunos que se notaban habitúes y que tenían acceso a platos que el resto no. Las paredes del salón estaban pintadas de un celeste lavado y decoradas, de un lado, con banderines de diferentes equipos, medio aleatorios, y del otro con una especie de altar a históricos tangueros.

Conseguimos ubicarnos en la única mesa redonda del lugar, un detalle que debería ser más usual, que nos alegra a los que gustamos del debate, la charla en grupo, sin tener que andar gritando o visitando diferentes ubicaciones para hablar con los que quedaron más lejos.

En una de las mesas cercanas (aunque todas son cercanas) había un señor con un buzo bordó y pantalones cortos bebiendo un Etchart blanco, con una pequeña hielera de metal a su lado. Luego de comer, descorchó uno más y, copa en mano, caminó entre las mesas saludando, brindando, tirando algún chiste. Se notaba que era algo que solía hacer y que disfrutaba.

A pesar de no conocernos, pasó por las nuestra a darnos la bienvenida. Nos dijo que se llamaba Salvatore y era el presidente del club, que este alguna vez habían jugado en la C pero que ahora solo se dedicaban a la Loba, un juego de cartas del que desconocía su existencia. Nos llevó a recorrer las instalaciones y coronó la noche cantando unos tangos, pero eso fue mucho después, cuando ya entramos en confianza.

Nosotros habíamos llegado desesperanzados. O la charla nos había llevado a eso. La preocupación aquella noche giraba en torno al inminente (e inevitable) fin del mundo. Casi todos expusimos nuestros temores, nuestras reacciones, nuestras posibilidades de sobrevivir. Los discursos estaban llenos de cinismo, de resignación. Barajamos algunas ideas para afrontarlo de la mejor manera. Irnos a vivir en comunidad a Córdoba, por su altura, por su agua. Se planteo la posibilidad extrema de abandonar la esperanza de una salida conjunta de la humanidad y , antes de que explote todo, cerrar las fronteras de un país tan rico, en todos los aspectos, como el nuestro y no dejar entrar a nadie más. Tres meses de gracia para los que se quieran ir o volver. Se habló de la inutilidad del dinero en aquel futuro (¿distópico?), del supuesto poder que detentan algunos y que desaparecería apenas se corte la luz. «Porque un día va a pasar…»

Mientras transcurrían, sin la preocupación de la jornada por venir (que siendo un día de semana no es menor), las horas, los debates, la comida (muy rica, por cierto) y las botellas, nuestra tristeza se fue transformando en alegría. Hasta se podría decir que sobrevolaba algo de esperanza. “Lo que pasa es que en un momento de la noche me emborracho y vuelvo a creer en la humanidad”, les escribí a la mañana siguiente todavía conservando algo de aquella sensación y mientras recordábamos, e intentábamos rearmar, momentos de la noche que, solo un par de horas después, ya se habían vuelto nebulosos.

Sería fácil desentendernos del entorno y limitar lo sucedido a la comunión de nuestros cuerpos e ideas en un mismo ámbito, sin importar cual sea; al alcohol, a la visita de El Exiliado o a la aparición del Flamante Padre (que fue juzgado por el horario de regreso). Pero sería injusto, un error literario muy común en el que la falta de contexto hace que los personajes floten en el vacío, sin consistencia ni sostén. Pero nosotros, que desde ese día convertimos a El Reducto en nuestra primera opción en cada juntada y que, siempre que volvimos, tuvo algún efecto especial en la noche, sabemos que no. Que el entorno hace a las historias. Y, algunas veces, es la historia en sí.

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