#9 – Las otras vidas

¿Entenderían que la existencia es demasiado corta para vivir una sola vida, para ser una sola persona?”

El normal devenir de la vida nos lleva a ir tomando decisiones, a veces apuradas, con las herramientas con las que contamos en ese momento. Esas herramientas pueden estar dadas por el entorno, las posibilidades (esto no es menor), la variedad a la que tuvimos acceso y por los intereses que fuimos encontrando en lo que nos fue mostrado. Sobre todo cuando somos chicos.

Cuando uno lo ve en retrospectiva, parece una locura elegir a los dieciocho lo que, se supone, será la carrera a la que se va a dedicar el resto de tu vida. En otros tiempos esto era más estricto, la esperanza de vida mucho menor y la mochila mucho más pesada. Ahora ya la gente no teme cambiar de carrera tantas veces como se le cante. E incluso estudiar por el solo hecho de hacerlo, sin ánimos económicos ni de dedicación completa. Un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad.

Desde que soy chico escribo. Hace un tiempo encontré varios de mis cuentos de esa época. Algunos a máquina, otros a mano y a los que le hacía tapas dibujadas. La autogestión como forma de vida y la conciencia de que algo nos gusta porque si, como dije antes, por el solo hecho de hacerlo.

En algún momento de mi vida elegí estudiar sistemas. Desde siempre, hubo algo en la informática, incluso hoy, que me interesa. Aunque, para decir la verdad, lo que más me gustaba, y me gusta, es jugar. Luego, conseguí laburo y estaba contento. Sin embargo, ya cuando estaba por terminar la carrera, me anoté en comunicación (un paso efímero por la UBA) y terminé en el periodismo (sí, hoy es mi día).

En algún libro, Padura dice algo así como que estudió periodismo porque le gustaba escribir. No encontré la cita textual. Y quizás no fue él, aunque estoy casi seguro de que sí (Ah, muy bien el periodista poniéndole a alguien palabras que quizás no dijo, ¿eso te enseñaron en TEA?). Lo haya dicho o no, recomiendo mucho leer a Padura.

La escritura es un punto de partida. Alguna vez leí que los que gustamos de escribir vivimos todo dos veces (no voy a poner quien creo que lo dijo para no caer de nuevo en el mismo error). A veces me pasa de estar en alguna situación y, sea feliz, triste o indistinta, pienso en qué podría escribir de eso, cómo lo plantearía, quién de todos los que me rodean puede ser un personaje interesante, cómo lograr transmitir lo más fielmente posible para que el que lo lea pueda sentir lo mismo. O comprender la motivación de un texto, de un personaje. Soy como el del meme, parado en una esquina con su vaso mientras todos bailan pensando: “Ellos no saben que voy a escribir algo de esto”.

Empecé a escribir El Oficinista una tarde/noche de 2010 que volví angustiado de trabajar. Hora y media de bondi después de una jornada insulsa; la ciudad más hermosa del mundo pasando por la ventana ya cubierta de oscuridad, y yo con la sensación de otro día que se había esfumado sin hacer nada.

En esa época trabajaba en un lugar donde no tenía demasiada relación con la gente que me rodeaba y el año anterior me había recibido de periodista pero no ejercía más que en Otra Vuelta, un programa de radio que me dio más que dos vidas.

Los mediodía comía casi siempre solo en la Plaza Libertad, una ironía del destino. Encima, a diferencia de la mayoría de los trabajos, tenía hora y media de almuerzo así que leía mucho y me tomaba un rato para caminar sin destino por las calles del Centro. Un crédito hipotecario me ataba a la necesidad de un trabajo estable, sostener esa rutina y ganar más o menos bien. Y no ganaba bien en una empresa nacional venerada por su éxito. (“No me hice rico firmando cheques, señor”)

No me acuerdo hasta donde escribí en esa época. Sí que lo primero fue la primera parte del segundo capítulo. Lo dejé en itálica como recordatorio. Además, ese fragmento está escrito en presente, un tiempo verbal que rompe la estructura del resto del libro. Guiños para uno. “Escribo para callarme”, dice DargeDios en una entrevista y creo que es una de las mejores definiciones. Sin misticismo ni grandilocuencias.

Aquel borrador lo tuve guardado hasta 2014 aproximadamente. En ese momento, ya trabajaba en otra empresa, cuarta de sistemas, que de repente entró en un parate en el que nos avisaron que no íbamos a tener nada para hacer pero tampoco nos iban a echar. Teníamos que ir a la oficina a hacer presencia. La Farsa en su máxima expresión. Ahí me hice habitué del Gaumont. Varias veces a la semana, luego del almuerzo, me escapaba a ver cualquier película que dieran. A veces solo, a veces con algún compañero de laburo que estaba en la misma. También corría en una cinta que había en la empresa, la encarnación más triste del oficinista deportista antes de que llegue el Crossfit y sus lesiones para los oficinistas con ansias de marines. Pero en esta última no caí.

Hasta que la situación se volvió insostenible, les di el gusto, renuncié, y nos fuimos con La Patrona de viaje unos meses. Ahí me empecé a dejar leer (este también fue un gran paso) en un blog hermoso que retrataba partes de este viaje y fantaseé esos meses con la idea de abandonar el mundo de sistemas. Al regresar, intenté conseguir laburos de periodista o similares pero no se dio. También, retomé la escritura de El Oficinista.

Cuando ya los ahorros escaseaban (después de verme el mundial 2014 completo, y con la herida latente, aún hoy, de esa final que se nos escapó) volví a la búsqueda en lo que sea.

El día que me contrataron (nuevamente para sistemas), una parte de mi sintió cierto alivio por lo económico pero la otra asimiló el golpe (quizás que el mail me diera la bienvenida a una tribu no ayudó…). Unos días después, volví a una oficina con una tristeza profunda que tuve que ocultar ante las sonrisas de bienvenida y los intentos de las empresas modernas de parecer desestructurados. Como cabe esperar, me echaron de esa empresa. Pero esa es otra historia.

Tarde unos tres años en terminar el libro. El día que me avisaron que ya estaba para ir a buscar fue el del gol de Marcos Rojo a Nigeria que nos dio el paso a octavos en un mundial desprolijo desde las eliminatorias y al que llegamos comandados por un Sampaoli desmesurado. Cada tanto me duele pensar como desperdiciamos algunos tramos de la carrera del mejor de la historia.

El año pasado, luego de una adaptación que se empezó a gestar durante la cuarentena estricta, en la que no estábamos del todo seguros si había un futuro posible y, quizás, hacíamos eso para creer que sí, se filmó el piloto basado en El Oficinista. Estuve los días de rodaje y, la mayoría de los presentes, no tenía idea de quién era. Incluso, algunos no sabían que estaba basado en una novela. Hablaban entre ellos de El Oficinista como algo externo, existente, y yo disfrutaba de ver la transfiguración de mi obra.

Hace unas semanas, la historia se coronó (aunque esperemos que sea una coronación intermedia, un paso previo) con la obtención del Premio Ercolalo 2023, en el Madrid Film Awards, una ciudad de la que escribí en unos bonus tracks de aquel blog de viajes. Si bien el premio no es lo que le da sentido a todo el recorrido, es un lindo reconocimiento. Y aunque no se hubiera dado seguiría escribiendo, como siempre, así sea por el solo hecho de hacerlo.

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