Hay algo en desvelarme que me atrae, quizás relacionado con romper el delicado equilibrio del normal fluir, y, sobre todo, si ocurre en una noche sin más obligaciones al día siguiente que la despertada de El Pibito (que tiene la extraña costumbre de ufanarse de ser el primero en levantarse en la casa). Pero, volviendo a la noche, una vez que me resigno a la imposibilidad de conciliar el sueño por el solo hecho de dar vueltas, de la búsqueda infructuosa de aquella posición milimétrica en la que recuerdo haberlo hallado alguna vez, y luego de tomar la decisión de leer (y comunicárselo a La Patrona que se verá afectada por el haz de luz a deshora) me encuentro con una casa en silencio, desprovista de cualquier tipo de distracción. Evito sacar el teléfono del modo avión en el que reposa y me dedico solo a leer, ya que los momentos para poder hacerlo son cada vez más exiguos, limitados a algún resquicio hallado entre partidas del juego de cabecera del Pibito, un viaje en bondi o los minutos previos a dormir, que suelen recortarse con cabeceadas inmanejables por esto de crecer. La mayoría de las veces, en esas horas de la madrugada, termino abandonando no por sueño sino por apiadarme de mi yo del futuro inmediato que necesitará de un descanso extra para recuperarse y poder llevar a cabo las tareas del día (por esto de crecer). Pero ese momento, ese rato enfrascado en una sola ocupación, amigos, lo vale.
En el día, las cosas son diferentes. El mundo moderno trajo aparejado el multitareísmo, la capacidad de poder hacer más de una cosa a la vez, aunque, en muchas ocasiones, no se termine de hacer del todo ninguna. Algo así debería ser la traducción de aquello que llamamos multitasking y que, no tengo dudas, a la larga desemboca en aquello otro que llamamos burning, los ataques de pánico, el abuso de fármacos y demás.
Nos acostumbramos a la doble pantalla, a trabajar con un podcast, un programa de los que se hacen de a miles ahora (o radio con transmisión en video), o un partido en segundo plano (los que no son de nuestro equipo, claro) revisando los comentarios del mismo en las redes. Entiendo que es una manera de acompañamiento ante un evento de tal magnitud como un 0-0 de un miércoles por la tarde en la fase de repechaje de Champions entre dos equipos menores de países subdivididos tras una guerra olvidada. Pero es como si hubiera que sacarle un poco más de provecho a cada minuto, que cada instante debiera ser productivo (además de lo producido arduamente en esos momentos mixtos en el trabajo, por supuesto…) y como si el ocio en si mismo no lo fuera. La cabeza no para y eso, en algún momento, se paga. Puede que tenga que ver con esas frases motivacionales, de que vivas cada segundo como si fuera el último, que decoran los bares modernos en los que venden el café para que te lo lleves (escrito en inglés, naturalmente) y lo tomes caminando, sin frenar.
Supongo que parte del problema viene con lo que llaman FOMO (opa, ¡cuántos términos modernos estás metiendo, eh!), que sería algo así como miedo a perderse algo; un algo etéreo, insustancial. ¿A quién le importa realmente a donde fue de vacaciones o qué desayuna aquella persona con la que perdimos contacto real hace tiempo? También, imagino, que está relacionado con la necesidad de pertenecer, de ver las cosas que, supuestamente, hay que ver para poder participar de las conversaciones o, al menos, compartirlo en las redes pero sin tomarse el tiempo, ni tener tantas ganas de hacerlo. Una vida dedicada a tratar de recibir un par de Me gusta más en Instagram (o la red que esté de moda al momento de leer esto). Algunos, con dicha motivación, devoran series en tiempo récord, leen resúmenes de libros o escuchan listas de canciones, no discos, despojándolas de la cohesión que brinda un concepto, y puestas de fondo como si fueran una cortina, un mero decorado.
En una conversación, hace unos días, un compañero de laburo admitió que no puede ver películas por la necesidad de estar haciendo más de una cosa a la vez. En mi última visita al cine, vi gente revisar el teléfono en medio de la proyección (y, por esta vez, dejaremos de lado a la sub especie que se filma en penales). Otro compañero contó que los videos de Youtube los ve en 2x (o sea, a una velocidad más rápida). Esa opción, incluso, se agregó a las plataformas de streaming, con lo que se puede suponer que hay humanos que ven series o películas a esa velocidad. Y, quizás, esos estén educando a nuestros hijos, voten.
Por mi parte, esto lo hago con los audios de Whatsapp, pero porque tengo la convicción (y estoy dispuesto a emprender una cruzada en su contra, y si tiene que haber muertos que los haya) de que la gente abusa de los mismos. El otro día, iba leyendo en un colectivo. Un hombre que venía a mi lado, grababa un audio en un tono elevado, haciéndonos participes involuntarios de su vida. En el medio de la grabación, bostezó vehementemente. Y lo mandó igual. Me puse en el lugar del receptor, la violencia invasiva de aquel sonido, y quise vengarlo, convertir a ese ser detestable en el primer caído de esta cruzada. Imaginaba a la gente celebrando mi arrojo por un mundo mejor. Pero lo observé indignado y volví a mi libro. Era el último rato que me quedaba para leer antes de entrar a la oficina. Y, como verán, no me gusta hacer dos cosas a la vez.
“Y si no alcanza la respuesta del momento para compartir el aire que nos queda, ¿qué nos queda?” («Víctimas del cielo«, de Las Pelotas)