Arranqué perdiendo dos a cero muy rápido, y el rival, creyendo que se debía a su buen fútbol y no a una ráfaga de suerte, comenzó a sobrar el partido; dejó el festejo y la repetición del segundo gol completo, una afrenta realizada por aquel que nunca tuvo amiguitos para jugar; tiró algunos lujos innecesarios y, ante mi adelantamiento en el campo, intentó abusar de la velocidad de Vinicius (¡qué flagelo será en la nueva versión de Fifa, o como se llame ahora, la llegada de Mbappé al Real!). Encima, mi definición no estaba fina. Desde las noches, muchas que se hicieron madrugadas, en la adolescencia jugando con amigos al Winning, donde aprendí ciertos códigos de los que los jóvenes de hoy carecen, tengo un mantra para estos momentos: “Mente fría para definir”.
De a poco, mi juego comenzó a crecer y, promediando el segundo tiempo, lo empaté. Ahí, mi rival, por arte de magia, olvidó el fútbol fantasía y se pasó a un ataque más directo y menos vistoso que no lograba superar a mi defensa férrea.
Era el último partido de temporada y, ya concretado mi ascenso a segunda, de ganar me hacía con el campeonato. Una vez conseguido el empate, el dominio del juego fue todo mío, y en la última, me quedó un lateral en el borde de su área. No había demasiado tiempo así que tenía que apurarme. Se la di a Doku que amagó y se la pasó a Foden. Este encaró, se acomodó para su pierna menos hábil y pateó. La parábola de la pelota contuvo unos segundos de incertidumbre en los quiero hacer foco ya que, con todo lo contado, si la máquina tuviese un poco de sentimiento, si pudiese comprender el contexto, la situación, que conjugaba último minuto, remontada de dos a cero, posibilidad de campeonato (podría sumarse el cambio de actitud del rival al saberse amenazado) y un jugador de élite pegándole a centímetros del área chica, esto debería haber terminado 3-2 a mi favor. Pero no. La búsqueda de perfección, a veces, atenta contra la belleza. Una belleza dada por la ingenuidad, carente de la obsesiva semejanza o réplica de la realidad. Esto podría ser una introducción para castigar al VAR. Lo merece. Pero esta vez no.
“No veo películas que tengan menos de un 7 en IMDB”, tira uno en una conversación como diciendo que le encontró la vuelta a esto de vivir. Lo primero que pienso es “Pobre tipo”. Y, lo segundo, también (y en Francia). IMDB (Internet Movie DataBase), por si hay algún despistado, es una base de datos de películas y series (entre otras cosas) en la que se promedia la puntuación que le da la gente con aspiraciones a críticos de cine, no tan snob como Letterbox, pero que, como toda puntuación, no es más que una muestra, una especie de consenso y que muchas veces está sesgado por la rabiosa actualidad, el MDQA (Miedo De Quedarse Afuera, también conocido como FOMO) y las novedades que hayan subido, y promocionado hasta el hartazgo, ese mes, las plataformas. En resumen, pequeñas modas. Por poner un ejemplo, la tercera película mejor puntuada es The Dark Knight, la segunda de las de Nolan sobre Batman. Es una gran película que, para mí, ni siquiera es la mejor de la trilogía (la primera me gusta más, por si se lo preguntan). Claro, tiene el morbo del Joker de Ledger. Pero, ¿esa podría ser una de las tres mejores películas de la historia?
Sin embargo, sacando nombres propios y demás, lo que más me llamó la atención, ante la máxima lanzada por aquel muchacho en una sobremesa, es esa búsqueda sin riesgo, la necesidad de que le armen una lista, supuestamente, perfecta, que le diga Esto es lo que hay que ver y, sobre todo, la imposibilidad de arriesgarse a lo no canónico, a la sorpresa. Entiendo que el tiempo es nuestro bien más preciado y que a veces duele gastarlo en una película que nos parezca mala pero la necesidad de que se adapten a esa puntuación es una homogeneización de la experiencia que pareciera enfocarse más en el poder decir Sí, la vi en la próxima reunión que en querer adentrarse en una historia; una nueva victoria de la hegemonía y, si me quiero poner conspiranoico (que me encanta), una gran herramienta de control. Por ejemplo, al momento de escribir esto, Pulp Fiction (de pie, señores) no estaba en ninguna plataforma. En estos días, Netflix, finalmente, la subió por su 30 aniversario pero, ¿qué más nos esconden o nos van a esconder en el futuro distópico en el que estamos dejando todo en mano de los servicios que pagamos?
Igual, no estoy acá para hablar de eso, al menos no hoy, sino para reivindicar la belleza en el error, en la imperfección; en poder disfrutar de una obra que no esté realizada con la mayor pericia pero que diga algo, que transmita algo. Eso es lo único que debería importar. ¿Cuántas veces nos enamoramos de alguien que no era considerado lindo? ¿Qué chances tendríamos de gustarle a alguien sino? ¿A cuántos tuvimos que escuchar explicándonos que había un músico que tocaba mucho mejor que el que nos gustaba? ¿O nos forzamos a escuchar a alguno por la presión social de que lo amaran todos? Por mi parte, este verano caí rendido ante la belleza no hegemónica de las crocs.
“La existencia sería de un gris exasperante si todos fuésemos impolutos”, dice Agustina Bazterrica en su gran libro Cadáver Exquisito. Lo que es saber escribir. Igual, Foden la podría haber mandado adentro.
Cosas que, aún, me hacen creer en la humanidad:
En busca de esta reivindicación, dejo seis películas (así no llego al siete) con puntaje bajo que deberían ver antes de morir, todas con su link de descarga que algún día expirará para mostrarnos lo efímero de la existencia. Las volví a ver a todas y confirmé que eran buenas películas que no necesitan de ceñirse más que a la lógica propia, lejana a la perfección, a la realidad, para contar buenas historias:
– Rubber (5,7), del gran Quentin Dupieux. Un neumático se despierta en el medio del desierto, se enamora de una mujer que ve pasar y comienza a matar con telequinesis a todo lo que se cruza. El texto del inicio es hermoso y cierra con: “La película que van a ver hoy es un homenaje a la «ninguna razón»,el más poderoso elemento de estilo”.
– Glorious (5,6), de Rebekah McKendry. Un hombre para en un baño público en la ruta y le comienza a hablar algún tipo de Dios desde un Glory Hole.
– The VelociPastor (5,1), de Brendan Steere. Un pastor con el poder de convertirse en dinosaurio comienza a luchar con unos ninjas. Entiendo que con ese resumen no los atraiga, pero es un peliculón que sabe aprovechar la escasez de recursos.
–Killer Sofa (3,7), de Bernie Rao. El nombre lo dice todo pero la carita de ese sofá vale la película.
– Butt Boy (5,6), de Tyler Cornack. Un hombre en plena crisis personal descubre el disfrute de meterse elementos en el ano y, de repente, la película, con esa premisa, se convierte en un policial.
– Prisoners of the Ghostland (4,2), de Sion Sono. Nicolas Cage (una de Nicolas tenía que meter) debe buscar a una mujer desaparecida ataviado con un traje que dependiendo su comportamiento explotará en ciertas partes del cuerpo. La imaginería, los colores y cómo está contada esta película, con momentos teatrales, es una combinación hermosa. Y la actuación de Nicolas, claro.
Pero mirá el fin de semana que te armé. Por último, creo que es un buen momento para recordar que las mayorías casi nunca tienen razón.
Nos veremos la próxima.