La farsa de los viernes

El viernes tiene una magia particular, un aire de esperanza en que, ya de jóvenes, cuando salíamos del colegio, arrancábamos con el optimismo de que ese fin de semana la vida cambiara (o al menos nos conformábamos con besar a una desconocida en la oscuridad de un boliche aburrido). El tiempo pasó y aún hoy no existe momento más hermoso en la vida común, es decir sacando las cosas extraordinarias, que el viernes a las seis de la tarde cuando abandonamos la oficina con la incertidumbre que da uno días libres por delante, con los bosquejos en la mente de lo que podría llegar a pasar en las sesenta y tres horas de pseudo-libertad, con la alegría que da no tener un horario al que despertarse. Son unos minutos solamente, pero ese sentimiento de plenitud es la mejor definición de felicidad. Aunque los dos días por delante sean maravillosos, nada puede compararse con ese momento. Una canción sabia lo decía: “Ser feliz es un chispazo”.

Claro que esto está relacionado con que la vida en la oficina es bastante ingrata. Acá, los fanáticos de la réplica innecesaria, orates que solo gustan de, con tono de superioridad, tirar frases obvias, dirán: “Duro es ir a levantar bolsas en el puerto”. Algo de razón tendrán pero seguramente lo van a hacer desde el calor de su oficina, con lo que dicha crítica queda automáticamente anulada.

Volviendo al tema, lo más duro tiene que ver con la cantidad de horas que uno pasa en la oficina, que no son directamente proporcionales a la cantidad de horas necesarias para realizar su trabajo. Esto es un secreto a voces. Los oficinistas (¡qué feo aceptarme como uno de ellos!) de ley, los leales al gremio, los que valoran la unión de todos los oficinistas del mundo y que no ponen a ninguna empresa por delante de un compañero, de un igual, ya sea del mismo trabajo o de una oficina perdida en cualquier ciudad del mundo, sabe (y hace honor) que, en un día promedio y para cumplir con nuestras tareas, no se necesita trabajar más de cinco horas. El resto es un agregado, un complemento para hacer creer al mundo (y a los que ponen la plata) que somos imprescindibles para que su empresa funcione. Incluso, convencerlos/nos de que somos necesarios para que el mundo siga girando. Esto se ve más claro en las multinacionales, en las que ellos ahorran pagándonos menos de lo que valemos y, sobre todo, de lo que les saldría en su país (esto es lo único que explica la expansión hacía los países del tercer mundo), y nosotros se lo devolvemos equilibrando el sueldo, laburando menos. Una especie de venganza del proletariado intentando disminuir invisiblemente la plusvalía.

Pero además, como compensación a esto, tenemos un acuerdo implícito con nuestros empleadores (del que posiblemente no sean del todo conscientes e incluso no estén enterados) de que el viernes, ese día mágico, nos presentaremos pero nuestro aporte será nulo. Iremos a la oficina a simular un día de trabajo normal aunque lo único importante que haremos será mirar fijamente el monitor y pasar lo más desapercibidos posibles, tapaderas necesarias para seguir con esta mentira.

“¿Por qué no te dan el viernes libre entonces?”, se preguntará algún iluso. Porque, como en muchos ámbitos de la vida, lo que importa es la apariencia y la victoria de ellos es convertirnos en partícipes de su mundo infame para que todo siga igual.

Además, sino el jueves se convertiría en el viernes de hoy día. Y los jueves, los jueves, en serio, laburamos un montón…

Texto publicado en Cuarteto Cultural en junio de 2015

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