Apenas recibí la invitación me puse a sacar la cuenta de cuánto hacía que no jugaba un partido de fútbol. Lo recordaba porque había sido un día antes de que me echaran del trabajo. Después del partido nos habíamos ido a un bar a festejar el cumpleaños de uno. Busqué una foto de ese día y parece otro mundo, otra época. No hay barbijos, ni distancia. Estamos todos sonrientes (excepto yo que tengo un temita con eso, pero es para otra oportunidad), ignorando los sucesos por venir (tanto en lo personal como en el mundo), junto a algunos que no volví a ver nunca más. Tres años y ocho meses de ese día. Aproximadamente, el diez por ciento de mi vida. Los números, a veces, son demasiado realistas, duros, fríos.
La misma mañana que me invitaron para mi regreso al fútbol tras tanta inactividad había ido a correr al Parque Avellaneda y, como si fuese una premonición, había mirado las canchas vacías con cierta nostalgia. Como esas cosas que nunca se alcanzan. En los últimos años, para tratar de evitar el sedentarismo, me había dedicado, más por necesidad que por placer, a deportes individuales y ansiaba volver a algún juego colectivo. Habíamos intentado, en varias oportunidades, armar un partido con mis amigos, pero nunca lo logramos. Intenté convencerlos con que son los últimos años que nos quedan de practicarlo en forma casi digna, de poder correr un poco antes de volvernos un metegol viviente, pero no hubo caso. Ahora, esos adolescentes del menemismo, se dedican al pádel. Dicen que a medida que crecés, vas jugando con pelotas cada vez más chicas. Puede que tengan algo de razón.
La invitación también me hizo acordar al último texto que escribí por acá en el que miraba desde mi ventana a uno entrenar golf en el estacionamiento del edificio de al lado en medio del aislamiento para no volverse loco, añorando volver a pisar el green, el reencuentro con el aire libre, los amigos, y yo lo envidiaba en silencio. Así que lo tomé como mi oportunidad de acercarme a aquella idealización y confirmé.
El día del partido llegué con pocas esperanzas. O, mejor dicho, con esperanzas realistas y dos simples objetivos. El primero, no lesionarme. El segundo, un gol.
Me vestí de gala para la ocasión con la camiseta del Napoli, con esa solemnidad casi religiosa que tenemos los futboleros de tratar de homenajear con gestos mínimos, silenciosos, a aquellos que nos hacen creer. (¿Cómo se va a morir el Diego? ¿Y, sobre todo, cómo se va a morir solo? ¿Qué nos queda al resto? Íbamos a salir mejores de esto y al final salimos más solos nomás. Y todavía ni siquiera salimos del todo).
La primera alarma de que quizás mis objetivos no fueran tan realistas se me prendió a los pocos minutos de juego cuando, ya ahogado, noté que, quizás debido a la falta de ritmo aunque posiblemente la explicación venga más por el paso de los años, había cierta dilación, a veces de varios segundo, entre lo que mi cerebro decidía y la ejecución por parte de mi cuerpo, que hacía que al tratar de realizar la jugada elegida la pelota ya no estuviera en mi poder. E, incluso, que ya debiera estar tomando una decisión diferente. O, al menos, bajando a defender.
La segunda fue la noción de un desajuste en la concepción de la trayectoria del balón y la fuerza necesaria para dicho menester. Por ejemplo, en cierto momento, tenía la pelota en posición de defensa. Uno me pica al vacío y lo primero que pensé es: “Valoro tu confianza y creo que sería genial, pero no voy a poder cumplir con tus expectativas (quizás llevar la camiseta del Napoli no fue tan buena idea)”. Imagino que no pensé todo eso en el momento. La velocidad de la cabeza del jugador de fútbol es maravillosa, un enigma para muchos. Finalmente, trasladé la pelota unos metros más hasta que me salieron a marcar y en ese instante la solté con lo que creí un pase genial. Lateral para ellos. Podría haber intentado culpar al césped, observar sus irregularidades para señalarlas como una explicación, pero preferí la dignidad: “Perdón”. Y regrese cabizbajo a intentar recuperarla. Justo hacía unos días había terminado de leer La policía de la memoria, de Yoko Ogawa, que cuenta la historia de una isla donde las cosas (pájaros, libros, incluso partes del cuerpo, etc…) van desapareciendo y con ellos la memoria de las mismas. ¿Estaremos viviendo alguna de esas ficciones distópicas y me habrán robado la memoria procedimental relacionada con el fútbol? En ese caso, mucho de lo que está pasando tendría algo más de sentido.
El tiempo pasaba y parecía que el partido iba a terminar con solo uno de los objetivos cumplidos. De a poco me iba conformando con eso (y me acercaba con mayor frecuencia a pedir arco). Sin embargo, el universo me deparaba una sorpresa. Cuando ya faltaba poco para el final, córner para nosotros. Me quedé merodeando el área con ese olfato que nos caracteriza a los goleadores. El lanzador tira un centro a media altura. Yo entro hecho una tromba (si vieran el video, la velocidad parece engañosa, casi como si la tierra hubiese desacelerado su normal discurrir para presenciar la hazaña) y conecto el centro con una mezcla de pecho-panza (casi como Messi a Estudiantes. ¡Enojate si querés, Verón!). Golazo. Y objetivo cumplido. Daba para gritarlo pero mantuve la cordura, el respeto por el rival. Sin contar con que estábamos tres abajo y ya no habría tiempo para mucho más. Además, que el retorno al gol después de tanto tiempo sin jugar haya sido casi con la panza es, de alguna forma retorcida, un tipo de señal que infiero como una burla del universo. Pero, a esta altura, con la cercanía de una nueva década en la espalda, ¿a quién puede importarle?
En los días siguiente mi cuerpo solo conoció el dolor. Sin embargo, sobrevolaba cierto aire de felicidad. Por el gol, por los objetivos cumplidos y por haber regresado, aunque sea en un nivel diferente (linda forma para evitar decir bajo) y con una derrota, al deporte más hermoso. Y, a veces, la gloria no es más que eso.