En los últimos tiempos, el término “círculo” tomó nuevas acepciones. Esto hizo, a la vez, que la frase “El abuso del círculo” puede referirse a muchas cosas, dependiendo del ámbito en que se la use.
Entre nosotros, los jóvenes gamers, o sea a los que nos gustan los juegos y sobre todo la generación Winning Eleven, el abuso del mismo está relacionado con el que basa su táctica en la violencia, cortando cada ataque rival con una patada o el que apuesta todo su juego a desbordar y tirar el centro buscando un testazo mágico de su nueve predilecto, preferentemente con una altura elevada, como único método. Claro que después de haber logrado dicho cabezazo, se limitará a utilizar la primera de estas tácticas, sacándole todo encanto al juego. Una especie de Caruso de la Play. O de Uruguay.
Por otro lado, salió a la luz la existencia del “Círculo Rojo”, un símil Grupo Bilderberg del subdesarrollo que ayuda a ciertos políticos a llegar al poder y, una vez que están ahí, los aconsejan sobre algunas toma de decisiones que seguramente los enriquezcan, a ambos, un poco más. En este caso, el abuso (casi carnal) viene de parte de los políticos y su banca hacia la prole.
Ambos son nefastos pero ni con todo esto se acercan a lo descripto a continuación.
Existe una tercera acepción que es “El abuso del círculo íntimo”. No estamos hablando de incesto en este caso, sino de esos grupos semi-sectarios que comparten cierta afición o disciplina y que necesitan de mostrarla en cualquier ocasión, separándose del resto y, en muchos casos, mermando la diversión de los ajenos al círculo.
Un ejemplo de esto se suele dar entre compañeros de teatro que, en cada reunión a la que concurren juntos, se apartan para realizar lo que ellos llaman “juegos”, que no son más que los ejercicios de sus clases y que, en la mayoría de las ocasiones, divierten solo a ellos. Es cierto que lo peor se da cuando intentan obligar al resto de los mortales, que solo queremos beber para olvidar las penas de vivir en este mundo o de estar en el cumpleaños de un desconocido, a participar del “juego”. Pero este no es el caso en cuestión tampoco.
Era una noche fresca de viernes en la hermosa Buenos Aires. El Cuarteto no había podido juntarse temprano pero algunas circunstancias, que incluyen el cruce valiente de la ciudad por parte de uno de los integrantes para llegar a los bajos de Boedo, hizo que tres integrantes nos reuniéramos en el cumpleaños de un Centro Cultural.
Estábamos sentados en la cabecera de una mesa larga cuando uno de los integrantes del Centro vino a preguntarnos si algunos de los trastos que llenaban la misma eran nuestros. Ante nuestra negativa, se los llevó. “Vamos a sacarla porque arranca la fiesta”, nos aclaró. Por suerte, nos dejaron nuestras sillas, así que permanecimos a un costado en el centro del salón, como testigos principales de lo que ellos llaman “La Fiesta”.
De un tiempo a esta parte se viene haciendo una exaltación de lo considerado “Nacional” (y popular). Así, en cientos de Centros Culturales crecieron los inscriptos a danzas tradicionales y este muchacho era uno de esos, con lo que, minutos más tarde nos dimos cuenta de que para ellos “Fiesta” se refiere al momento de La Chacarera. Y lo de momento es una forma de decir.
Se dividieron en dos grupos: uno numeroso que bailaba en un círculo y cada ciertos compases se unía en el medio y, del otro lado, tres parejas que hacían el baile más tradicional, con el coqueteo y conquista. Lindo baile para ver un rato pero, increíblemente, una hora después seguían repitiendo cada movimiento, en una claro ejemplo de “abuso del círculo íntimo”. Ni siquiera era una muestra del Centro Cultural pero ellos, conscientes de su pertenencia a un grupo reducido, elitista, decidieron adueñarse de la fiesta y disfrutarla entre ellos o, mejor dicho, sólo ellos.
De repente, un héroe anónimo sorprendió a toda la concurrencia y los primeros acordes de un tema de Gilda empezaron a sonar. La gente, asombrada, se empezó a mirar. Los cuerpos se hicieron uno con el ritmo. A Gilda la siguió El Potro. La pista se empezó a llenar. La gente se movía en una danza desenfrenada. Incluso, los más ariscos, todavía sentados, no pudieron evitar mover la patita. La banda sonora incluyó algunos temas de la menospreciada Cumbia Villera. El alcohol corría. Todos sonreían, bailaban, disfrutaban. Pero claro, esto no iba a durar.
Cuando parecía que la fiesta realmente se armaba, un Carcelero De La Humanidad, necesitado de marcar su terreno, se acercó sigiloso y cambió la música. Nuevamente, La Chacarera tomó la posta de la noche. Con cara de incredulidad, todos los presentes nos miramos. Un pequeño grupo volvió, sin pensar, como poseídos, a armar el “Círculo Íntimo” y arrancó con su danza tribal, arruinando la noche del resto que, derrotados, seguíamos sin poder creer lo que pasaba. La pista, e incluso el lugar, se vació rápidamente. Un integrante del Cuarteto hizo un intento por volver a la cumbia pero fue en vano. Los Poseídos giraron y lo miraron como si viajara en el 168 sin un ramo de flores (léase “Ómnibus”, de Julio Cortázar). La Chacarera volvió automáticamente, hasta es posible que haya arrancado sola.
Con la cabeza gacha, los pocos que quedábamos emprendimos la retirada. Al llegar a la puerta, miramos por última vez al grupo. Ellos seguían con su danza cerrada. Parecían inmunes a lo que pasaba alrededor. Sin embargo, al cerrar la puerta y dejarlos solos, creímos escuchar un grito de júbilo, un festejo siniestro de saber que, una vez más, el círculo íntimo había vencido.
Texto publicado en Cuarteto Cultural en junio de 2015