De a poco uno se va recuperando. Decir que lo supera, quizás es demasiado. Perder la chance de ascender por un 0-0 de local contra Flandria, encima un domingo a la noche, es algo que no se le desea ni al peor enemigo, solo a All Boys. Y si una semana después perdés la final de América con Chile, por segundo año consecutivo, parece que ya no va a haber retorno, que el fútbol pierde sentido. Pero de a poco se va saliendo y uno vuelve a recordar que el amor por los colores va más allá de la categoría en la que te toque jugar ese año, y, sobre todo, que lo importante está en otro lado.
Además, mi historia con el fútbol está signada de alguna manera por la derrota. Quizás por eso aprendí a disfrutar de las pequeñas victorias como si fueran grandes hazañas, en el fútbol y en la vida.
Cuando era pibe, mis recuerdos como futbolista “profesional” son dos: abandonar el equipo de la categoría ’82 de Los Amigos de Villa Luro a los 8 años tras unos conflictos con el técnico. Me acuerdo el día que le llevé la ropa del equipo, se la entregué en mano, en silencio, y nunca más volví. El otro, tras un pedido de que corra una pelota que para mí era imposible, abandonar también al equipo del colegio e irme directo de la cancha a mí casa, sin esperar el fin del partido, sin saludar a nadie, después de insultar al técnico por sacarme, en este caso, el padre de uno de mis mejores amigos de la primaria.
En lo que respecta a como hincha de Atlanta, mi único recuerdo de la infancia es haber quedado en medio de una pedrada en cancha de Almagro, en un partido contra Italiano. Me acuerdo de la gente escondiéndose debajo de los autos. Siento, quizás de tanto contarlo, la desesperación de mí viejo con sus dos hijos de la mano buscando donde refugiarse.
Esto nos llevó a abandonar las canchas por un tiempo prolongado, lo que resultó en años de confusión, de perdidas de fe, de búsqueda en diferentes pieles, incluso incursión en otros deportes, aunque siempre desde una lejanía y sin el amor necesario, casi sin compromiso. Pero en el año ’99 todo se iba a acomodar y, como no podía ser de otra manera, fue a través de una derrota.
Atlanta luchaba por quedarse en el Nacional. Esta situación hizo que mi viejo, mi hermano y yo volviéramos al Gran León. Después de una serie de resultados adversos, un triunfo frente a Arsenal dejaba al Bohemio con grandes chances de quedarse en la categoría. Almagro, rival directo en esta lucha tenía que ganar si o si en Rosario. En el caso de que esto ocurriera, Atlanta con empatar en Quilmes forzaba un desempate con el tricolor y con Morón, que quedaba libre esa fecha. Ganando, Atlanta se olvidaba, al menos por un año, del descenso.
Claro que esto es Atlanta y, como no podía ser de otra manera, nos comimos cinco con Quilmes. Encima, Alianello, quién iba a ser al año siguiente nuestro delantero en la Primera B, le dio la victoria a Almagro en Rosario, y los dejó en el Nacional (mejor ni mencionar que pocos años después, Almagro ascendió a la Primera A). Y nosotros cinco a cero… No quisimos dejar dudas.
Y fue ahí, cuando la lógica de los que no entienden el fútbol, los que lo consideran el opio del pueblo, dictaría todo lo contrario y nos aconsejaría volver a la época de enterarnos de refilón como seguía la historia del club de Villa Crespo, a las épocas de sábados libres (pero que vacíos, ¿no?), donde el amor renació. Hay un poema dando vuelta que dice “¿Cómo vas a saber lo que es el amor si nunca te hiciste hincha de un club de fútbol?”. Y algo de eso hay. Mi viejo tiene la teoría de que cualquier mujer debería desconfiar de un novio al que no le guste el fútbol. Yo tengo una teoría similar pero sobre las personas que, cuando se le pregunta que música escucha, contestan: “Cualquier cosa”. Pero este es otro tema.
Como decía, el amor renació y de ahí en adelante no lo abandonamos nunca más. En estos diecisiete años (la mitad exacta de mí vida) vivimos de todo: casi nos vamos a la C, situación de la que nos salvamos en la última fecha con un gol del eterno Ferreiro en cancha de Tigre, donde nos tuvimos que quedar casi quince minutos (los más largos de la historia. Que me vengan a hablar de que el tiempo es lineal…) esperando el resultado de Ferro-San Miguel, que nos salvaba del descenso directo pero nos obligaba a jugar una promoción (la que ganamos sin mayores problemas), y donde desatamos un llanto colectivo que tuvimos atragantado durante un año; Perdimos una final con Junín, de local, que se suspendió por un maderazo al nueve rival y, si bien perdíamos 1-0, se sabe que en el fútbol cualquier cosa puede pasar, y esta suspensión nos dejó un sabor amargo durante años; Le ganamos a All Boys, en su cancha con un gol de Mosquera (te amo, negro, para siempre) en el último minuto, dándonos la alegría más grande en años; Ascendimos jugando un fútbol exquisito, de la mano de Alonso y los hermanos Soriano (claro que el día que ascendimos, perdimos el partido, porque esto es Atlanta, y la historia es la historia); Ya en el Nacional, y después de comernos un 7-1 en la ida, fuimos a Vélez cabizbajos a ver cuanto nos hacía River, y le ganamos 1-0 con un golazo de Lorefice que recordaremos por el resto de la vida. Ese día, vi a mi madre cantarle a la gente de River: “El que no salta es de la B”. Y quizás, ese fue uno de los pocos domingos en mi vida que quise que se convirtiera en lunes para ir a laburar. Pero, sin duda lo más importante, es que Atlanta se convirtió en parte fundamental en la familia. Un momento de encuentro de los cuatro, sobre todo cuando ya ambos hijos nos fuimos de la casa del hermoso Villa Luro. Además del tiempo en la cancha, compartimos viajes, charlas, mensajes. Eso es lo que nunca va a entender el antifútbol (o el que te escribe para bardearte un minuto después de que empataste con Flandria y te quedaste un año más en la Primera B). Ir a la cancha no es sólo ir a ver a tu equipo. “Para esta gente la novela Madame Bovary consiste en una cierta mezcla de medio kilo de papel y un cuarto de litro de tinta”, diría Dolina.
Hace unas semanas me enteré que voy a ser padre y hace unos días nos dijeron que hay 85% de probabilidades de que sea varón. Sacando que es una probabilidad y, por lo tanto, no está confirmado (a veces soy un genio), cuando lo contamos en un grupo familiar, parte de la familia política empezó a elucubrar cuál sería su segundo equipo. Mi respuesta fue: “El sexo no se sabe todavía, la única certeza es que será de Atlanta”. Pero la verdad es que sé que me enfrento a una tarea titánica. Los nombres mencionados son todos equipos de Primera, con partidos más atractivos que contra la UAI Urquiza o Fénix, y siempre hay un tío o un abuelo desubicado que, por hacerse el gracioso o por llevar agua para su molino, intenta convertir a hijos ajenos en hincha de sus clubes. Pero, ¿se puede mantener una relación después de dicha traición?
Aunque lo más difícil es cuando vaya creciendo y, si no tenemos la suerte de volver a donde nos merecemos, vea que sus compañeros son hinchas de otros equipos, que juegan copas internacionales, y que se nos quiera convertir por su cuenta. Yo sé que todos soñamos con darle libertades a nuestros hijos, pero hay ciertos límites.
¿Cómo se le explica que una victoria es igual de hermosa en cualquier categoría y que la tristeza que se siente después de una derrota también? ¿O que el número no es importante, qué lo importante es la calidad y no la cantidad (esto encima le va a servir en varios aspectos), qué las mayorías casi nunca tienen razón, qué nosotros no tendremos tantos pero lo tenemos a Hugo Lobo? Pero, sobre todo, ¿cómo le explico qué sólo si se resiste a las tentaciones, si entiende que el fútbol es más que veintidós tipos corriendo una pelota, y si mantiene este legado, cuando crezca y se vaya de casa, voy a estar cada quince días esperándolo en la platea del gran León Kolbowsky para compartir, al menos, dos horas, y que el resultado, aunque sea un 0-0 con Flandria que nos condene a estar otro año en la B, será anecdótico?
Texto publicado en Cuarteto Cultural en septiembre de 2016