La distancia y el tiempo están íntimamente ligados. Esto nos lo enseñan en algún momento de la secundaria para que podamos calcular la velocidad, algo trascendental en la vida de cualquier ser humano. Sin embargo, en este caso, ese cálculo es inalterable. E intrascendente (casi como en la vida de cualquier ser humano).
Todo comenzó en un cumpleaños de quince. Estaba en una mesa alejada de la pista cuando arrancó la tanda de baile. De repente, las luces se apagaron y al pararme fue como que el universo parpadeó. En realidad el salón en el que estaba, pero al ser un lugar cerrado, con música y luces atemporales, el universo quedó reducido a aquel salón, o más importante, a ese momento en aquel salón. Y en ese segundo se me apareció la matrix, las líneas verdes sobre fondo negro, esa imagen que nos inculcó el cine de ciencia ficción del entretejido oculto del universo, pero era como una serie de círculos concéntricos en los que los presentes se iban acomodando, instintivamente, en orden etario, como si hallaran un refugio (¿la famosa zona de confort?) y esta ubicación determinaba o definía la forma en que debían comportarse, los movimientos, los mandatos correspondientes a su lugar en esta figura.
Para que se entienda un poco más, en aquella noche, los adolescentes eran el eje copando el centro de la pista, y el resto de los mortales nos ubicábamos en las zonas periféricas. Incluso, en su ritual celebratorio armaron una ronda (o sea un círculo) a la que solo entraban algunos mayores, preferentemente cercanos a la homenajeada, que podían atravesar la frontera gracias al desparpajo dado por el alcohol y solo si alguno de los partícipes fundamentales, movidos por la euforia del momento o las ganas de humillar a un familiar, les daba el visto bueno. Comúnmente, es en este tipo de escenas donde nos topamos con algún pariente, medio pasado de copas, que no suele utilizar ciertos músculos para su función vital (y que le dolerán por unos cuantos días), intentar acercar su pelvis a una botella al ritmo de una canción brasilera más despreciable que Bolsonaro (si es que hay algo más despreciable).
Al día siguiente, un sábado soleado, ese enemigo de la resaca, con el dolor de cabeza correspondiente, me vinieron destellos de aquella visión y lo primero que pensé, como todo escéptico de bien, fue “¡Epa, me parece que me pasé un poquito ayer!”. Y algo de razón tenía, ya que el cuerpo me estuvo recordando durante el resto del fin de semana, de todas las formas posibles en las que sabe expresar disconformidad, lo consumido en la fiesta e intentando que permanezca la mayor cantidad de tiempo en posición horizontal.
Sin embargo, en ese estado de languidez que da la resaca, mezcla de desapego con la vida y de pensamientos librados de cualquier tipo de represión (en los que todo esto parece posible), la revelación de la noche anterior se me hizo demasiado presente. Y se me aparecieron algunas preguntas: ¿podemos ser parte de una simulación? ¿Está todo matemáticamente calculado y nosotros simplemente vamos cumpliendo con nuestro destino, pasando de una zona a la otra sin siquiera cuestionárnoslo? ¿Es el libre albedrío una gran farsa? ¿La psicohistoria es real? ¿Hice bien en arrancar con whisky desde la recepción?
Un tiempo después, en un teatro, esta vez sin parpadeo, ni resaca, pude observar esas misma circunferencias delimitadas por los precios de las entradas. Algo más palpable. Pero me imaginé a los de la primera fila el día que las sacaron pensando: “Me la paso encerrado en este trabajo sin sentido, ¡mirá sino me voy a dar este gusto pagando XXXX (sí, cuatro cifras cercanas a llegar a las cinco) para ver al artista que me gusta!”. Y así, gusto tras gusto, cumpliendo a rajatabla con su lugar, con su zona preconcebida, y haciendo sonar sus joyas cuando la ocasión lo amerita. Aunque en este caso, la distribución era al revés que la de aquel cumpleaños. Los más cercanos al eje central eran los mayores. ¿Había una tercera variable dada por el dinero? ¿Era todo así de triste? Sin embargo, unas semanas después, todo iba a cambiar.
Hay ciertas bandas con las que uno crece, que fue a ver durante gran parte de su vida (¿media vida?), en las que se puede comprobar cómo se movió dentro de esas zonas, y pasó, en un pestañeo, de estar saltando adelante a disfrutar quedarse atrás, o como mucho en el medio, tomando una cerveza, intentando ver el show completo, tratando de distinguir los instrumentos y los arreglos, y topándose con caras conocidas que fueron mutando como la suya, con las que nunca compartió más que un reconocimiento en los diferentes recitales de aquella banda, y que también se movieron con uno hacia atrás, mientras las nuevas generaciones coparon, sin que nos diéramos cuenta, la parte de adelante.
En mi caso, una de esas bandas es Andando Descalzo. Y fue en uno de sus shows donde comprendí que esa delimitación se puede correr (o que quizás no exista, y solo fue una alucinación creada a base de alcohol, cansancio y luces de fiesta), que es ese espacio donde no hay límites, donde incluso todo deja de existir (los círculos, las zonas, la edad, la plata), al menos por lo que duren un puñado de canciones, el verdadero refugio, el lugar donde uno se encuentra con su esencia y rompe con lo que se supone que “debería” hacer.
Cuando arrancó, nos habíamos ubicado cerca del escenario pero a medida que pasaban los temas una especie de fuerza de expansión nos alejó, acomodándonos en nuestro círculo. Por un rato, temí que la teoría fuese real, que todo estuviese escrito, y que a cada uno de nosotros no nos quedara otra que cumplir con un papel prefijado, por lo que al promediar el show, en un acto heroico, me fui a la barra por unas cervezas (¡gran excusa para comprar birra, eh!). Sin embargo, al volver, los primeros acordes de “Impulso” empezaron a sonar, lo que me hizo comentarle a mi amigo que quizás no era el mejor momento para tener un vaso en la mano. Puede que fuese un déjà vu, un fallo en la matrix, o una premonición. A nuestro lado, un desconocido que comprendió que se encontraba en la misma situación nos sonrió. Y cuando llegó el estribillo, aunque no vi el parpadeo pude sentir como rompíamos el límite, como el universo tambaleaba e ingresábamos en un sector que no nos correspondía. El desconocido lanzó su vaso y nos bautizó a todos los que de repente entrábamos en esta nueva zona (o es una manera romántica de recordar ese baño pegajoso en cerveza). Y, a pesar de que eramos ajenos, y a sabiendas de que en dicha invasión moveríamos músculos que no utilizamos para nuestra función vital (y que nos lo recordarían por varios días) nos fuimos saltando, cantando, libres, destrozando el entramado del universo para armar uno nuevo, despojado de zonas prearmadas y mandatos. Al menos, por lo que duró ese puñado de canciones.
- Texto publicado en Cuarteto Cultural en noviembre de 2019