La Épica

Hablaban de ella como si fuera un mito, una jugada mágica de la que solo habían escuchado hablar; esas de otra época en la que sin cámaras, ni celulares, ni Internet, solo se podía transmitir de boca en boca. Y quedaba confiar en el que lo contaba, que solía condimentar la anécdota para mejorarla (una libertad literaria más que válida). Pero algunas historias no necesitan nada extra. Por ejemplo, ¿qué pasaría si un extraterrestre cae en este mundo y, sin mostrárselo, uno le describe el gol del Diego a los ingleses, explicando todo, de donde salió ese pibe, el gol que les había hecho un rato antes, incluso mencionando la pequeña venganza a una guerra infame (como toda guerra…)? Es posible que el que cuente la anécdota sea tratado como un fabulador, un romántico que en la búsqueda de mejorar la historia se pasó de rosca. Pero no. Y esa noche de agosto, en un departamento en Devoto, algo similar iba a pasar.

Ellos eran parte de un grupo que años atrás, casi naturalmente, había definido el miércoles como su día de la semana. En esas noches que, como un homenaje implícito a “La Cenicienta”, rara vez se pasa de las 12, se habla de fútbol, de viejas conquistas, de política (con grieta pero sin peleas), entre tantos temas. Pero de un tiempo a esta parte, y cuando el número lo permite, tras cenar suele armarse un desafío de Truco.

Esa noche justo eran seis, el número exacto para que un suceso como este pudiera ocurrir. Para hacerlo todo más cinematográfico (y sin entrar demasiado en detalles) el grupo de doce se dividía, de la época en que eran jóvenes en dos subgrupos: Pez Espada, conformado por los cuatro más chicos, e Hipocampos, por el resto. El por qué de los nombres no hacen a la historia (además, como suele ocurrir, los nombres suelen ser más interesantes que sus orígenes); lo único que importa acá es que esa noche justo eran tres de cada subgrupo, por lo tanto no había muchos reyes que tirar: clásico. Sin dudarlo.

El historial de dicho enfrentamiento (al igual que el futbolístico) es, exageradamente, favorable para los más jóvenes, pero esa noche, tras un comienzo que prometía seguir el rumbo de siempre, el Hipocampo, en el último Pica Pica había mezquinado unos puntos y estaba al borde de la victoria: 27-22. La cercanía para llevarse el partido los hizo creerse ganadores y tirar algunos comentarios soeces al respecto, pero hay una frase histórica en el grupo para estas ocasiones que es “No saludes antes”, surgida del gran momento que nos dio un genio del automovilismo mundial. Y uno de los Pez Espada, consciente de esto, los paró en seco: “Che, ¿no van a caer en La Épica, no?”.

Siguieron dos manos no tan favorables en las cartas pero que con un poco de trabajo en equipo hicieron que los jóvenes dieran vuelta el resultado y se pusieran un punto arriba (y a uno de ganarlo): 29-28.

La última mano se repartió en silencio. La mención de La Épica había hecho mella en la moral de los mayores. Cada uno agarro sus cartas, algunos rezaban, pedían a seres en los que no creían fervientemente, por un envido desmesurado, un ancho que los sacara de pobres. Por su parte, los Pez Espada permanecían tranquilos, sabían que ya lo habían ganado en la cabeza de los rivales. Y, se sabe, cuando lo ganaste en la cabeza del otro, ya está. Ni siquiera necesitaron mirarse. Veinte años jugando juntos les bastó para entenderse, más que con cualquier pareja.

La primera mano la ganaron con un siete de oro. En ese momento, uno de los tres, sabiéndose imbatible, no se pudo contener: “Uh, no te puedo creer que cayeron en La Épica”. El clima, en esa habitación cerrada, cambió, se volvió espeso, como si las moléculas de aire quisieran participar de la hazaña; la sonrisa de resignación al saberse derrotados copó las caras de los Hipocampos, el reproche de un envido no cantado, que no hubiera cambiado nada, solo demostró la impotencia ante la inminente derrota.

Los jóvenes podrían haber estirado la agonía, hacerlos ilusionar con que habían dejado todo en la primera mano, pero fueron misericordiosos. “Juguemos sin cantar así les duele más”, dijo uno (tampoco iban a ser tan compasivos), y cuando llegó su turno, se tomó unos segundo para ponerle suspenso. Mientras todos observaban inquietos, casi desesperados, el movimiento de su mano mostrando la contracara de la carta, el clima, el aire, el tiempo, todo pareció detenerse, expectante, y ahí dejó, con suavidad triunfal, el ancho de espada en la mesa. La Épica se había cumplido.

Dicen que la ficción suele basarse en hechos reales, que los mitos contienen algún grado, aunque sea mínimo, de verdad. Pero cada tanto, es al revés. Las palabras, las ideas, crean, se corporizan. Nadie puede asegurar si La Épica existía antes, si a alguien, en algún lugar del mundo, ya le había pasado y fue tratado como un loco, un fabulador, o el rival como un frío, si el que la mencionó aquella noche la conocía o solo intentó desalentar al rival. Pero esa noche, algo pasó. La Épica nació, apareció, al menos por unos segundos (y para siempre). Y ellos, aunque tres la hayan sufrido de la peor manera, fueron testigos.

Texto publicado en Cuarteto Cultural en noviembre de 2017

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