La nueva anormalidad

Cada tanto siento la necesidad de mirar por la ventana y asegurarme de que el mundo sigue ahí, incólume. A cierta hora, que fue acomodándose a los últimos rayos cada vez más frescos del sol, sale un vecino a caminar por el estacionamiento del edificio de enfrente con un palo de golf. Da vueltas, incansablemente, entre los coches. Si por alguna razón no me asomé, lo reconozco por el sonido de sus pasos en la  grava y puedo intuir qué hora es. En el último tiempo también se le sumó la mujer, aunque cada uno va a su velocidad, casi siempre sin hablar. Después de un rato de lo que parece un precalentamiento, ella se va y él se queda practicando su swing contra una llanta abandonada. Yo lo observo cada vez que paso por la ventana y me lo imagino ilusionado con volver a pisar un campo de golf, a sentir el calor en la cara, la resistencia mínima de la pelota antes de volar, el olor del pasto, la charla con los amigos después del cotejo. Y me transmite un poco de esa ilusión. También noto que cada vez me conformo con menos.

El afuera se volvió hostil y extraño. En las pocas excursiones que hago por las mismas calles que hasta hace no demasiado recorría casi sin notarlas y que, en este tiempo confinado, mutaron con ese encanto otoñal que posee Buenos Aires, vamos todos con una velocidad distinta, como explorando un nuevo mundo (aunque sin la motivación del descubrimiento) y mientras nos miramos con las caras tapadas hasta la mitad. Con desconfianza, tristeza y, sobre todo, miedo. Si hay un lugar donde se pueden percibir los sentimientos es en los ojos del otro. Cualquier elemento extraño, cualquier cercanía, es un enemigo, el posible transmisor de La Muerte. ¿Podremos sacarnos esta sensación alguna vez? ¿O ya nos convertimos en esto para siempre?

Si por casualidad (o no), en estas salidas fugaces, nos encontramos con alguien no terminamos de relajarnos del todo, ni de disfrutar, y rara vez el tema de conversación se aleje de cómo la está llevando cada uno, de cuándo volveremos a la vieja normalidad, de si alguna vez pasará. Y después huimos a las apuradas, como si con eso elimináramos todo rastro de la reunión y haciendo un recuento de las superficies tocadas, contaminadas.

Recién cuando volvemos a casa, y luego de cumplir con todos los protocolos, lavados y demás liturgias, nos sentirnos un poco más seguros, aunque sabemos que en algún momento el aire nos va a faltar, los ojos nos van a picar y la garganta nos va a doler pronosticando que lo tenemos, que todo fue en vano, que se nos viene el respirador, la cama en Tecnópolis, La Muerte inminente. Aunque en el fondo, tras habernos recuperados del virus varias veces, ya podemos confirmar que solo es paranoia. O quizás la angustia por el silencio de la calle que se clava justo ahí o por la distancia social que nos convirtió en extraños hasta de nuestros cercanos.

También hay algo de resignación en el andar de los transeúntes, y un sentimiento de culpa por tener que salir que intentan justificar con una caída de ojos, como si cualquiera con el que cruzan la mirada los estuviese juzgando, culpando, y necesitaran darle explicaciones.

¿Qué pasaría si este fuese el nuevo mundo de ahora en más, si el virus no se fuera nunca y no encontraran la vacuna? ¿Prevalecería el cuidado o sacrificaríamos a un porcentaje de la humanidad en aras de volver a aquello que llamábamos normalidad? ¿Hay forma de ser feliz en este nuevo mundo?

Una de las características del ser humano es su capacidad para adaptarse. Y su ansia de supervivencia. Sobran ejemplos en la historia de la humanidad que sonarían exagerados si se compararan con ésta situación, aunque algunos en sus marchas inentendibles, en las redes o en los medio ya se encargaron de hacerlo. Aquellos mucho más terribles que simplemente quedarse encerrados para prevenir el contagio pero que tienen en común esas características: adaptación y supervivencia.

Supongo que de confirmarse que este es el nuevo mundo hallaríamos la manera de conformarnos, incluso de encontrar algún tipo de disfrute (aunque espero que se destierre el término “zoompleaño” por el bien de lo que quede de humanidad, en todas sus acepciones), así sea observando a un vecino soñar con ser feliz. Pero, si somos la última generación que vivió en aquel mundo de criarnos en la calle, de festejar un gol agónico abrazando a un desconocido o de besar a una extraña en un boliche tras compartir unas cervezas de lata, abiertas delante nuestro pero de higiene dudosa, dentro de unos años le contaremos en una videollamada, al calor de una computadora, con nuestra sombras reflejándose en la pared por la luz artificial, a nuestros nietos o a los que queden que hubo un mundo diferente. Y que a pesar de sus falencias, relacionadas en gran parte con nuestra manera de habitarlo, era perfecto.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio esta protegido por reCAPTCHA y laPolítica de privacidady losTérminos del servicio de Googlese aplican.

El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.