Los ladrones del tiempo

Para los que vivimos encerrados durante unas nueve horas por día en una gris oficina (algunos a veces llegamos un poco tarde), cada minuto afuera vale oro e intentamos cuidarlos a toda costa. Es nuestro bien más preciado, algo que quedó excelentemente retratado en “In Time”. Incluso, aprovechamos las horas en el trabajo para hacer nuestras necesidades o resolver cualquier tipo de problemas, de los que se pueden solucionar por teléfono o por mail, para no perder, en lo que nos parece intrascendente, ni un minuto de libertad una vez afuera.

Este comportamiento, a la vez, nos produce una especie de stress ya que nos vemos obligados a un debate interno para definir qué es lo que vamos a hacer en nuestro tiempo (tiempito) libre. Cada vez que contamos con un par de horas, se nos genera una lucha entre todas las opciones posibles, haciéndonos a la vez perder tiempo definiendo cuál será la elegida. Un círculo vicioso que nos acerca a la depresión y que exacerba nuestra ansiedad, logrando que, a veces, no lleguemos a disfrutar de la decisión tomada. (¡Ahí tenés, Freud, una explicación empírica de los ataques de pánico!)  ¿Jugar a la Play o salir a correr? (Derrota digna para el deporte, está claro) ¿Escribir o poner una de las mil series que hay que ver antes de morir? ¿Leer o ver un partido? Hasta llegamos a elegir la película más por el tiempo de duración que por la historia en sí. Y algunas de estas, las que son físicamente posibles, a veces las hacemos (o creemos hacerlas) en simultaneo.

Esto nos lleva a que, en una especie de variantes del Síndrome de Asperger, odiemos e intentemos sacarnos de encima rápidamente a cualquier individuo que se nos cruce en el camino una vez que ya tenemos la decisión tomada, que nos encaminamos a cumplir con la misma. Estos individuos, son los que llamo “Ladrones del tiempo” y el ejemplo más claro de estos son los “conocidos” que nos cruzamos en un transporte público.

En este formato de vida acelerada, la lectura es un placer que muchas veces queda relegado casi exclusivamente al viaje al laburo. Esos treinta a sesenta minutos, dependiendo del bendito tránsito de Buenos Aires, en los que una de las pocas formas de abstraerse del malestar generalizado que se vive en cualquier tipo de transporte público en horario pico es a través de la lectura. Y estos ladrones, cínicos, suelen aparecer el día que nos queda un último capítulo o cuando la historia está en su punto más alto, ese día en el que, camino al subte, vamos pensando sólo en subirnos para poder develar, en una posición incómoda, seguramente, el final de la historia que nos viene atrapando desde hace diez, veinte viajes.

La mayoría de estos “Ladrones del tiempo” son ex compañeros de algún trabajo que preferimos olvidar (y a los que hacemos preguntas vagas para intentar concluir de dónde es que lo conocemos) o viejos compañeros del colegio o de la facultad que la vida separó pero el transporte (y el Facebook) intenta, innecesariamente, volver a juntar.

Pero lo más terrible es saber que alguna vez nosotros, sin quererlo, fuimos ladrones del tiempo de otro, sobre todo obligados por las convenciones sociales, por el no animarnos a saludar y seguir hasta el espacio vacío que se ve a pocos metros, ese en el que podríamos quedarnos leyendo tranquilos y amenizar el viaje, ese que acaba de ocupar un desconocido que llegó inteligentemente con la cabeza gacha, sin mirar para ningún lado para asegurarse de no cruzar la mirada con ningún ladrón y que ahora veo de reojo con envidia mientras le preguntó a mí ladrón por una novia que ya no tiene y me insulto por no haber salido un rato antes o después, por no elegir otro vagón, por no parar a comprar algo en el kiosco o cualquier otro tipo de actividad que hubiera evitado que me robaran mis preciados y, lo más importante, irrecuperables minutos.

Texto publicado en Cuarteto Cultural en junio de 2015

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