Imaginate esto. Pero concentrate y tratá de pensarlo como si fuera un sueño de esos que te cuesta diferenciar de un recuerdo o una anécdota que te contaron tanto que ya sentís que la viviste.
Imaginá que sos pibe y te gustan los juegos. Como a todos los pibes, ¿no? ¿En qué momento deja de estar bien visto que te guste jugar? ¿Por qué? Además te encanta el fútbol. Sos argentino, y medio que eso te viene en la sangre. O lo vas mamando del entorno. De jugar al fútbol en los recreos con una pelota de papel o hecha con medias. O cada tarde, a la salida del colegio, un picado en la vereda más ancha del barrio o en la plaza menos concurrida. De ir a la cancha con tu viejo. De saber que sos de la tierra del Diego (si alguna vez se confirma que es de este planeta). Y un día te llega el PC Fútbol, un juego en el que podés ser el director técnico. Te permite elegir la táctica, armar el equipo, contratar jugadores, construir el estadio y hacer que todos los futbolistas que admirás estén en tu club. Un juego perfecto para todo el que gusta de ese deporte.
Imaginate que justo sale una nueva versión y lo comprás a medias con tu hermano en un Musimundo, cuando ese local ya empezaba a mutar y a abandonar la música. “¿Cuál es la categoría más baja desde la que se puede arrancar?”, pregunta uno mientras el otro lee el manual, y ambos esperan la instalación eterna del juego, la barra azul que pareciera no querer moverse, que aletarga el climax y te lo refriega en la cara. “2 B de España, que sería como nuestra Primera B”, contesta el que leía el manual. Y esperan juntos, sentados, mientras escuchan algún disco, que serán varios a lo largo de horas, días.
Imaginate que ambos ponen sus nombres y el juego les ofrece unos diez equipos a cada uno. Hay cinco ligas y con sus subdivisiones inferiores (existen cuatro Segunda B, por ejemplo), entre cientos de equipos, un algoritmo te muestra solo diez. Y algo, quizás el nombre, quizás los colores, o el presupuesto, para los más racionales o competitivos, te lleva a elegir ese club.
Imaginate que después de decenas, cientos, de horas a ese equipo de Segunda B lo sacás campeón de la Intercontinental (sí, era de esa época el juego) y eso te genera un cariño especial que hace que te pongas a investigar sobre el mismo: la historia, el presente; a ver los resultados, dónde queda. Y así caés en un foro de hinchas (o aficionados), y dejás un mensaje contando tu historia.
Imaginate que alguien, del otro lado del mundo, te contesta y entablás una relación. Intercambian historias del fútbol de ascenso en dos idiosincrasias diferentes pero notan que hay algo en común. En la pasión, en las alegrías, en el sufrimiento. Algo que va más allá de ganar siempre (casi lo opuesto, en realidad), o de jugar en la categoría más alta, o de tener jugadores caros. Algo más cercano al fútbol amateur, al fútbol de barrio, al amor de barrio.
Imaginate que un día, por correo, te llega la camiseta y ese escudo en una pantalla de repente se vuelve tangible, algo real, deja de ser solo dibujitos y caracteres, esa relación fría que hoy es la norma, y ahí nace una historia de amor a distancia, pero de las que pueden durar, sin el idilio de las películas ni despedidas lacrimosas de aeropuerto.
Y ponele que veinte años después del día que abriste ese mundo, porque es eso, otro mundo, porque aunque a los puristas y escépticos los enoje el mundo está lleno de mundos a descubrir en cada persona, en cada juego, en cada equipo, pero siguiendo, ponele que veinte años después podés viajar para allá. Y el equipo con el que te encariñaste a distancia juega una semifinal para volver a la categoría donde lo conociste (aunque cualquier partido hubiera sido válido también). Y cuando la gente del club se entera te invitan al palco presidencial, te hacen notas como el argentino fanático del club, te llevan a conocer la ciudad, y el día del partido te entregan una camiseta en el campo de juego. Y la gente te saluda, te abraza, te quiere conocer. Y ese escudo que viste una vez en un juego y se convirtió en una camiseta, ya no es solo eso sino que es un estadio, una ciudad, personas reales, palpables, felices por comprender lo que puede generar su equipo, y sobre todo el fútbol, mucha veces banalizado en millones y peleas de barras cuando la esencia está más allá, y es mucho más hermosa.
Imaginate esos miles de mundos reunidos en un estadio, y vos estás ahí, mirando el partido, y no podés creer todo lo que te pasó. Y que todo haya salido de un juego. Porque todo esto solo puede pasar en los juegos. O en los sueños.
Publicado en junio de 2018 en Cuarteto Cultural