#8 – El Exorcismo


“Luna llena mi alma de cumbia,
saca de mi la locura,
llévame a la luz y a la paz”
(“Cumbia poder”, de Celso Piña)

La cumbia exorciza. No lo digo como metáfora. Yo lo vi. Sé que es difícil que lo crean ya que si uno mezcla cumbia y exorcismo en una frase los intelectuales, esos que le tienen miedo a lo popular y a lo inexplicable, quizás porque para ellos sea lo mismo, menosprecien lo ocurrido y lo reduzcan a una simple alucinación dada por la mezcla de sustancias, los sonidos envolventes, armónicos, las luces estroboscópicas y el cansancio. Lo malo de eso -o de ellos- es que tienen el poder de relegar ciertos conocimientos, de condenarlos al olvido, de postergarlos hasta que les sirva para algo. O les dé plata. Pero yo fui testigo. Claro que es complicado de demostrar, y a los escépticos la historia le resultará al menos extraña.

Ella llegó confundida en un grupo heterogéneo, esa mezcla que se da entre compañeros de trabajo o de algún curso, aunque desde el principio se la notó diferente, ajena. No participaba de las charlas y en cuanto pudo se alejó y se quedó a un costado. Tenía el pelo enrulado y una mirada hermosa pero melancólica. Eso fue lo primero que me llamó la atención.

Con el pasar del tiempo, y a medida que el bar se fue llenando, su grupo se fue dispersando pero la chica se quedó a un lado, respondiendo con una sonrisa amable aunque imperturbable y el resto, luego de unos intentos en vano de repatriarla, se olvidó de su presencia, y ella aprovechó para acodarse en la barra y esperar. Desde donde la veía no podía decir bien qué esperaba pero no tenía duda de que así era.

Algunos desconocidos se acercaron e intentaron que se les uniera en su danza frenética, sin sentido; otros, con el aspecto desmejorado que brinda el alcohol, le tiraron al pasar alguna frase de conquista. Pero ella los rechazó casi sin prestarles atención mientras permanecía en su mundo, solo acompañada por un vaso que tomaba sin demasiadas ganas.

Cuando la noche promediaba y ya parecía que su espera era en vano, un teclado la sacó de su postura y como una autómata caminó hasta el centro de la pista, inmune a los cuerpos a su alrededor. Ni siquiera el grito primal “ATR perro cumbia cajetiala piola gato” logró desconcentrarla. O, quizás, es en esa combinación de palabras donde se pueda encontrar parte de la explicación de lo sucedido; una especie de conjuro oculto, de mantra sanador.

Después de esa frase, la canción arrancó y su cuerpo entero entró en trance: cerró los ojos y ladeó la cabeza apenas inclinada hacia arriba. Una sonrisa sutil se le marcó en la comisura de sus labios finos que se movían al compás de la música, escupiendo las frases sin respiro. Yo no podía escucharla pero imaginaba una voz suave, hermosa, quebrada. Se la notaba compenetrada con la letra y a la vez peleando con las imágenes en su cabeza.

Disfrutó de la canción, del baile, con esa mezcla de felicidad y tristeza en la que reside el poder de la cumbia (o el de la música, se podría decir).

Al llegar el estribillo en el que la cantante soltaba su declaración de principios, su letanía, su liberación a través del dolor ajeno, una lágrima cayó por la mejilla de la chica que continuaba en su universo en el que solo la melodía, sus movimientos y sus recuerdos existían. El bar, la gente, los gritos, incluso mi mirada curiosa, para ella habían desaparecido. O, mejor aún, habían perdido sentido.

En la última frase, con la A de “Merecía” estirada, algo, un aura o una luz, salió de sus ojos que se abrieron volviendo en sí. Se la veía cambiada. Por su parte, ella no esperó más, ni saludó a nadie. Se fue del lugar dejando atrás su estela como si fuese una aparición, rozando con sus manos los cuerpos que se cruzaba para asegurarse de que había vuelto. La mayoría, por no decir todos excepto yo, permanecieron indiferentes a lo que había ocurrido.

No pude quedarme en el bar como si nada así que la seguí. Al salir, la vi parada enfrente esperando un taxi con los brazos cruzados para darse calor. Ya no parecía tan especial. Sin embargo, antes de subirse, como si siempre hubiese sabido de mi presencia, me miró y sonrió. Esta vez, su mirada transmitía cierta paz. Le devolví el gesto y me quede observando el taxi hasta que dobló dejándome solo. El sonido del bar me llegaba como un rumor lejano, extraño, que recortaba la tranquilidad en la que se había sumido la ciudad. Pero yo tampoco volví. Ya no tenía sentido.

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