Los que hacen así

La primera vez que me lo dijo me dio ternura. Incluso me reí. Estábamos jugando a que teníamos que rescatar a una perra secuestrada y le pregunté: “¿Quién se la llevó?”. “Los que hacen así”, me contestó mientras movía su pequeña mano como si fuese una especie de araña. Todavía no dominaba del todo sus dedos, así que los observaba concentrado intentando, con la fuerza de su mirada, disociar el movimiento de cada uno. Yo sabía, más o menos, de donde surgían cada una de sus ideas, qué cuento lo había influido o qué dibujito. Sin embargo, lo de “Los que hacen así” era suyo. O eso creí. Y me gustó.

Unos días después, al despertarme, mi mujer no estaba en la cama. Me extrañó ya que ella solía levantarse última. Esperé un rato acostado y luego fui al baño y a pesar de que desde afuera podía ver la luz apagada entré a confirmarlo. Nada. Pensé que quizás había salido a comprar algo para el desayuno. Traté de recordar si era alguna fecha especial, un aniversario que se me había pasado y que me sería reprochado, pero estaba casi seguro de que no. “Posiblemente necesitara caminar un poco para sacarse el agobio del encierro”, me repetía para intentar tranquilizarme. En los últimos días, mis nervios habían ido creciendo hasta llegar a algunos accesos de ira por cosas que en otra situación no solían afectarme, así que creí que esa era la explicación y me senté a tomar, aún bastante inquieto, unos mates .

Al rato, se despertó Joaquín y tras un breve desayuno casi forzado por mi pedido, se fue a jugar. Me extrañó que no preguntase por su madre pero a la vez me alivió no tener que inventar una excusa.

A medida que pasaban las horas sin que volviera, mi desesperación comenzó a crecer. Intentaba pensar en otra cosa pero mi atención estaba puesta solamente en la puerta. Cada vez que escuchaba pasos en el pasillo los seguía, los contaba, intentando reconocer un sonido familiar y cuando estos seguían hacia otro piso o departamento la angustia me arañaba por dentro y tenía que hacer un gran esfuerzo para que no se me notara. Las palabras de Joaquín me llegaban como un eco lejano con el que conectaba por segundos y que, rápidamente, se perdía.

En cierto momento sentí que alguien se frenaba en nuestra puerta. Observé el resquicio de abajo por el que se filtraba la luz del pasillo y me pareció notar una sombra. Me quedé en silencio esperando el ruido de las llaves mientras una mezcla de alivio y violencia pujaba por salir, desordenando mis posibles reacciones que mutaban entre un abrazo desconsolado y un listado de insultos acompañado de un pedido de explicaciones. Sin embargo el ruido nunca llegó. Fui hasta la puerta luchando con mis nervios que no me permitían embocar las llaves y que hicieron que se me cayeran dos veces antes de lograr abrirla. Cuando, finalmente, lo logré, no había nadie. Por el rabillo del ojo creí ver una sombra que se movía en las escaleras y corrí tras ella pero bajé los dos pisos hasta la puerta de entrada sin encontrar a nadie. Ni a nada. Salí a la vereda y el contraste con mi interior me golpeó. La ciudad, aunque más vacía, parecía seguir con su ritmo, ajena a mis problemas. “A veces, es preferible no albergar esperanzas”, pensé mientras volvía al departamento aún más derrotado.

Me tiré en la cama y llamé una vez más a un teléfono que sabía que no iban a contestar. Revisé nuestras últimas charlas por si se me había pasado alguna cita con un médico, un trámite, algo que explicara su ausencia pero no hallé nada. Me puse a buscar entre sus cosas y debajo del libro que había estado leyendo la noche anterior encontré su celular. Me quedé con la mirada perdida intentando comprender qué estaba pasando. Atiné a desbloquearlo pero fue en vano; no conocía la clave y, por lo visto, no había usado las fechas que nos unían. La presencia del teléfono, además de hacer todo más extraño, me confirmó que no me había abandonado. Ya era raro que se fuera sin Joaquín, pero sin su celular…

Fui hasta su parte del ropero y, por las dudas, comprobé que su ropa seguía allí. En ese momento, reparé en la hora. Ya se había hecho el mediodía así que le preparé el almuerzo a Joaquín que seguía jugando, extrañamente, solo y todavía sin preguntar por su madre. Lo observé unos instantes y lo noté tranquilo. Demasiado.

Mientras él comía, les mandé mensajes a los familiares cercanos de mi mujer tratando de no preocuparlos demasiado pero nadie sabía nada. Y, en ese intento de mostrarme despreocupado, mi angustia se acrecentó. Me sentí solo. El departamento se achicó aunque su tamaño era en vano. Había quedado paralizado en el sillón y mi atención solo se dirigía hacia la puerta de entrada. A mi lado, Joaquín miraba la tele y se reía ante cada golpe de los protagonistas.

No sé cuanto tiempo pasé así hasta que decidí llamar a la policía. Cuando vinieron, revisaron toda la casa y me interrogaron intentando sacar una confesión de asesinato o, al menos, de violencia que hiciera que todo se resolviera rápido. Al no conseguirlo, anotaron mi testimonio de mala gana y me dejaron entrever que eran solo un par de horas, que no era tan grave. Hasta deslizaron, sutilmente, la posibilidad de que se hubiera ido con un amante. Estuve por contestarles: “¿Se cree que no lo pensé, inútil?” pero me contuve. Lo que me faltaba era recibir el buen trato policial. Así que les volví a repetir que, aunque existiera esa posibilidad, me extrañaba que dejara a Joaquín, a su ropa, al teléfono. Intentaron tranquilizarme, con esa humanidad que los caracteriza, aduciendo que había miles de casos de personas que se van así, dejando todo atrás y no me quedó otra opción que acompañarlos hasta la salida y agradecerles por su ayuda.

Cuando cayó la noche, todavía no había novedades. Volví a contactarme con la familia, que ya me notó un poco más desesperado, y se comunicaron con algunas amigas pero tampoco consiguieron nada.

Comimos algo rápido con Joaquín (en realidad el que comió fue él ya que yo no pude pasar bocado) y después de ver un rato de tele se durmió. Ahí comprobé que la desesperación en soledad y oscuridad es mucho más terrible. Ya no sabía qué hacer. Tampoco podía salir a la calle a dar vueltas sin rumbo para intentar encontrarla. Prendí la televisión en el cuarto y dejé que las imágenes pasaran sin reparar en ellas hasta que, en algún momento, me dormí.

No sé cuanto pasó pero me despertó un grito de Joaquín. Todavía atontado fui corriendo hasta su cuna. Parecía estar esperándome. Me miró con sus ojos enormes y me dijo: “Tranquilo. Mamá está bien. Está con Los que hacen así”. Después giró y, como si hubiese sido parte de un sueño, se volvió a dormir. Me quedé aterrado mirándolo, intentando comprender sus palabras. Lo sacudí para que se despertara y, al ver que no reaccionaba, le grité mientras unas lágrimas de impotencia brotaban de mis ojos pero él siguió ajeno, como inconsciente. De repente, sentí que unas manos me tomaban por los hombros y empezaban a desgarrarlos con un movimiento similar al que imitaba Joaquín. No llegué a verlas pero se notaba que no eran humanas. No sentí dolor más que la conciencia del final. Y, después, liberación.

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