Al levantar las persianas, temí encontrar la ciudad prendida fuego, las copas de los árboles en llamas, las ventanas destrozadas, los bustos derribados y basura dispersa por todos lados. Pero solo vi la plaza tranquila, niños juntos a sus padres yendo al colegio en una noche que no terminaba de irse, al barrendero que silbaba la misma canción de cada mañana y golpeaba el tacho sin importarle el horario ni los posibles durmientes, y algunos que paseaban a sus perros antes de irse a trabajar. Tras la larga noche de domingo, el mundo seguía igual. Solo un poco más caro.
Hay una parte del gen humano que está dominada por la pulsión de muerte, por la búsqueda de la autodestrucción. Eso, mezclado con el romanticismo a la desesperanza que antes solía reflejarse en alguna pieza artística pero que hoy se limita a una publicación en alguna red para buscar la aprobación de desconocidos (o la caricia virtual de la versión etérea de alguna persona en especial a la que va apuntada), lo lleva al humano a regodearse en una visión negativa del hecho de vivir.
En parte, la actualidad, con un cambio climático que altera las condiciones de vida y el crecimiento exponencial de visiones retrógradas que parecían sepultadas y que llegan a poner en dudas conocimientos básicos (eppur si muove), hacen que el desánimo crezca y que el hilo delgado que nos queda a algunos, que todavía tenemos una mínima esperanza en la humanidad, se vaya enflaqueciendo. Y así, nos vamos quedando solos en una especie y, en especial, en un país que una de sus mejores características es la comunión, el crecimiento y el disfrute en conjunto.
Sin embargo, de a poco, el pesimismo que me invadió aquella larga noche se fue diluyendo entre reuniones con familia y amigos, algunas salidas y, como siempre, con la música, la literatura y el cine. Es difícil no creer en una especie que creó estas tres últimas.
Unos días más tarde, en un almuerzo, hablábamos de la (¿inminente?) extinción del hombre. Mi teoría, a pesar de que la humanidad tienda a reducir la conexión que tenemos (o a votar a los que, gustosamente, prescindirían de una parte de la misma), es que cuando llegue la nueva Edad de Hielo, una porción, posiblemente mínima, del ser humano va a sobrevivir, en contra del desánimo que impera. Quizás sea solo esperanza.
El fin de semana de esa misma charla, me tocó hacer una de esas tareas domésticas que tanto estimo (y a las que hice mención por acá, por acá, con una cuota de terror, y por acá. Cuesta sostener la esperanza en la especie y en el futuro cuando uno se enfrenta a este tipo de tareas). En esta oportunidad fue la instalación de unos estantes que trajeron aparejados, además de un dolor de cintura a estrenar, la vuelta de los discos, en formato cd, al hogar. Eso me llevó a reencontrarme con algunas viejas canciones que hacía mucho no escuchaba. En especial, me gustó volver al disco Probables éxitos vol. 1 (gran nombre), de Daney y Confucionistas (como respuesta del mundo moderno, al buscarlos en Google para saber de su actualidad, los primeros resultados fueron los videos de Otra Vuelta, una especie de Found Footage en la que soy un camarógrafo que bebe Fernet mientras los músicos hacen lo suyo). Seguí indagando y me enteré que el cantante, que tiene una de esas voces particulares, reconocibles, con cuerpo, tiene banda nueva que se llama Hacha de Papel y toca justo este viernes en Vuela el Pez. Creo que debería ir para darle una especie de cierre a todo esto. La literatura a veces se encuentra, otras hay que buscarla. También, en Spotify, encontré el segundo disco de los Confucionistas. El primero, no. Solo los que aún conservamos las ediciones físicas lo tenemos. Somos los que merecemos sobrevivir al Apocalipsis para, una vez restablecida las fuentes de energía, poner un disco y observar las ráfagas de nieve sobre un horizonte helado mientras lloramos añorando lo que fuimos, lo que pudimos haber sido.
Otro de los discos que escuché el fin de semana fue Enemigos Íntimos, título más que profético, de la dupla Sabina-Páez, una obra cumbre de dos de los mejores de nosotros. En cierto momento, cada uno le canta a una ciudad. La de Sabina es una hermosa canción de amor que dan ganas de haber nacido o, al menos, vivido en Madrid un tiempo, mientras que a Rodolfo se lo nota más enojado. Sin embargo, me quedó una frase de esta última dando vueltas: “Cuando en el mundo ya no quede nada, en Buenos Aires la imaginación». Siempre, a pesar del mundo helado, deshumanizado, hostil, que quieran vendernos como el futuro, con ventas de órganos a la orden del día o ríos privatizados, habrá algo a lo que aferrarnos. Aunque sea una canción. Y acá seguiremos.