Había terminado una película de terror (“Turno maldito”, en HBO Max) que me había sorprendido, quizás porque la portada genérica me hizo no esperar nada de la misma, y que cuenta con una gran aparición de Patrick Fischler con su expresión siempre inquietante (lo pueden tener de -todos de pie- Lost, Californication o de la subestimada Under the silver lake). Era tarde para arrancar otra pero, a pesar de que ya pasaban las doce, tenía ganas de ver algo más, estirar un poco la noche de miércoles, posiblemente envalentonado por la epopeya de haber terminado una película de un tirón y sin cabecear.
Paseé entre las transmisiones en vivo y lo único que encontré fue un partido de béisbol. Si bien no es algo que mire comúnmente, le hice honor a una aversión que tengo a cualquier partido, de lo que sea, que no esté en vivo, así que lo puse. En la casa de mis viejos se veía bastante. En parte, porque mi hermano jugaba y también por la llegada del cable en los noventa que hizo que la invasión de deportes que los yankees se adueñaron para autopercibirse campeones del mundo, a pesar de jugar solo entre ellos, ingresaran en la casa. También, en mi escuela primaria, posiblemente por un profesor de gimnasia fanático o que también había caído en la trampa del flamante cable, lo practicábamos de vez en cuando.
Sin embargo, a pesar de haberlo tenido de fondo varias veces, creo que nunca había llegado a su esencia. Hasta ese miércoles.
Se enfrentaban Los Padres de San Diego (gran uniforme) y los Angels de Los Ángeles. Estos últimos, ganaban 3-2. Lo enganché en la parte baja del séptimo inning. Uno de los Angels metió un batazo profundo que el jardinero derecho, un dominicano de rastas llamado Fernando Tatis Jr., agarró de aire. Tercer out. El jardinero festejó regalándole la pelota, en un gesto mecánico, al público que vitoreaba.
Mientras los jugadores descansaban e intercambiaban roles, la cámara se quedó con la gente que celebraba su aparición en la pantalla del estadio. Esto me llevó a una idea que me venía rondando desde un sábado de NBA (“Oh oh, say can you see, by the Dawn’s Early Light”) en el que en un tiempo muerto, luego de un doble con falta que el jugador festejó efusivamente con un ser humano vestido de perro, mostraban también al público en las pantallas pero con filtros que le cambiaban la apariencia. Ahí comprendí que hay una porción del mundo que es una joda, que vive en un cumpleaños. Como los que hacen su causa de un participante de un reality o, sin mirar para el costado nomás, los que estábamos celebrando conseguir entradas para PolMa en medio de esta crisis, el mismo día de la votación de una ley perniciosa para el pueblo por los que se supone que deberían estar a favor del mismo, mientras se llevaban presas a personas sin más argumentos que el de amedrentar las futuras manifestaciones populares de descontento. Pero es para otro envío. O para dejar la idea ahí y no hundirse más en la depresión del presente que nos toca. Aunque es importante que sepan que, a pesar de estar envalentonados por su meteórica llegada al poder y que crean que es para siempre, todo se termina.
En la siguiente entrada, Fernando, el jardinero derecho que acababa de atrapar esa bola lejana, se preparaba para batear pero la atención (o la mía) se la robó el pitcher. Se llama Ben Joyce y, por lo que entendí, estaba haciendo su primera aparición en esta temporada en las grandes ligas. Siempre me gustó que les vaya bien a los que están dando sus primeros pasos en algún deporte. El jugador que hace un gol en su debut, la descarga tras los años de preparación para llegar a ese momento, el festejo señalando al familiar que lo acompañó siempre, la noción de un futuro promisorio, perfecto, eterno, abocados a profesiones demasiado efímeras.
Ben llegó hasta la base de lanzamiento con un andar tranquilo, disfrutando de su momento de atención, de saberse que el juego estaba en sus manos. Tenía dos innings para demostrar su valía, por lo que supuse que lo estaban poniendo a prueba o que era un gran definidor de partidos que sobresalía en algunas de esas estadísticas que pasaban por la pantalla, y que son invisibles, inentendibles, para los que no somos habitués del deporte en cuestión. Mientras Ben se hacía señas con el catcher preparando la jugada, leí que tiene el récord del lanzamiento más rápido del béisbol universitario. Poco más de ciento cinco millas por hora, aproximadamente 170 kilómetros. ¿Qué queda a esa distancia de dónde estoy?, pensé y, al buscarlo, el primer resultado era una nota que utiliza justo ese número. Estoy para irme de viaje, concluí mientras Ben arrancaba su faena.
La primera bola que lanzó fue bastante mala y casi se le escapa al catcher. La segunda, fue una rápida, su fuerte, que cumplió con su cometido. Strike. En la tercera, el dominicano metió un batazo recto por el centro que le alcanzó para llegar a la primera base. Con el segundo bateador, luego de un par de bolas rápidas, Ben volvió a lanzar una mala que, esta vez, picó antes y el catcher no logró agarrar por lo que el dominicano le robó una base.
Acá es donde el partido captó toda mi atención y donde, posiblemente, este texto comenzó a nacer; el destello de belleza que necesitamos los que gustamos de escribir para ponernos en acción. Donde el juego mostró su esencia ya que el plano, cinematográfico, como si fuese una subjetiva perfecta del espectador, quedó compuesto por el dominicano en segunda base, el lanzador, el bateador y el catcher, todos en línea recta. También, me sumó que estaba con los auriculares con lo que el sonido ambiente se amplificó y mi atención quedó estrictamente dedicada a la respuesta del momento.
Dicho plano me ayudó a comprender y a transmitirme la importancia del lanzador ya que, en ese momento, estaba en control total de lo que ocurría. Por un lado, debía decidir qué bola iba a tirar. Pero, un segundo antes de lanzarla, se veía obligado a hacer un movimiento rápido, espástico, con la cabeza para observar al jugador en segunda base que, aguardando una distracción o un lanzamiento fallido, estaba deseoso de robarse otra para llegar a tercera. Había algo en esa tensión, en ese instante estratégico que requería de una precisión milimétrica, que lo dotaba de una magia que me había sido esquiva todos estos años.
Finalmente, la pulseada la ganó Ben, aunque sin ponchar a ninguno, con lo que no puedo precisar si tuvo una gran actuación. Tres Out al hilo: dos batazos débiles, uno incluso que él mismo agarró y se la alcanzó con un movimiento antiestético al de primera base, y otro más profundo que atrapó de aire el jardinero derecho. Luego de esto, vino la tanda, la cámara volvió a mostrar a la gente comiendo, bebiendo y el encanto del juego se perdió. O, tal vez, el deporte no está tan bueno y solo me había quedado con ganas de ver otra película.