Los veo llegar a diferentes velocidades. Ella adelante. Camina rápido y resuelta. Trae una lona de playa y la coloca prolija, como si fuera todo parte de una puesta en escena, bajo la sombra de una araucaria. A pesar del apuro, se toma el tiempo para que quede perfecta. Luego, deja el bolso en una punta, se sienta en la otra y espera, aún con los lentes puesto ocultando su mirada, imagino, de ojos hinchados o inyectados de ira.
Él viene atrás. Su andar, su lenguaje corporal, sugiere que sabe que se avecina una pelea en la que es el apuntado como culpable, el que está en falta. Me apiado un poco, quizás por saberme alguna vez en su lugar o por esa necesidad que tenemos de ponernos del lado de alguien. Para su tranquilidad le diría que si llevó la manta y la acomodó con tanto esmero es por qué no es tan grave. Una acomodada nomás.
Igual, lo primero que me llamó la atención, antes de reparar en el resto de la situación, fue su aspecto. Un corte de pelo escalonado, con los laterales que cambian de longitud de forma abrupta formando una especie de hongo, un bigote finito, moderno, entre hípster y policial, bermudas y, aquí el detalle, medias blancas, impolutas, bastante por arriba de los tobillos. Hipnóticas.
Es sábado a media mañana, un horario del que se los nota ajenos, extraños, en el que los de su edad si aparecen tan temprano es a sacar al perro entre gimnastas, otros paseadores y niños que, indemnes al castigo del sol veraniego, arrastran a sus progenitores a la fuerza. Así que supongo que la noche del viernes generó algún problema. Me pregunto cuál será el conflicto y barajo algunas hipótesis. ¿El horario de retorno? ¿Sumatoria de salidas en solitario? ¿Prioridades? ¿Una foto comprometedora en las redes?
Él se saca las zapatillas y las coloca junto al bolso de ella, un primer acercamiento, esas pequeñas intimidades de las parejas. Las medias se las deja puestas. Luego, se sienta con las piernas cruzadas y la espalda erguida, una pose casi de meditación, y se dispone a escuchar mientras una de sus manos juega con el pasto.
A los pocos minutos, la premonición de una charla acalorada se cumple. Ella toma las riendas, gesticula en demasía mientras él mira hacia el horizonte y recibe las críticas como un condenado (“Ojalá le haya dicho algo de las medias y todo esto sirva para algo”, pienso desde mi lugar privilegiado, omnipresente; ese lado voyeurista inmanente a los que gustamos de escribir). Espera que ella frene cada tanto e intenta meter algún bocado, una replica tímida. Cuando nota que sus frases no modifican el discurso de ella o, peor, acrecientan su enojo, la deja hablar, como si comprendiese que lo único que necesita es descargarse. Por momentos, incluso, parece ignorarla y recorta con pequeños tirones los pastos con los que estaba jugando o se distrae con los perros que, también, están disputando su espacio. Quizás notó lo de la manta.
En cierto momento, ella relaja su postura. Se la ve menos convencida o más tranquila, desahogada, así que él comienza a acercarse pero se choca con cierta reticencia. Ella sostiene su papel hasta el final. Luego de unos intentos, finalmente comienza a responder. Al rato, se abrazan en silencio. La calma tras el huracán. O tras una pequeña tormenta. Recogen sus cosas y se van tomados de la mano, riéndose, ya sin distancia en el caminar. Si alguien recién les prestara atención en esa caminata no imaginaría nada de lo ocurrido, le pasarían inadvertidos o se enfocaría en lo más llamativo, y solo se preguntaría: “¿Por qué este pibe usa las medias así?”.
La semana pasada se retiró, formalmente, de los escenarios el Indio, quizás el artista más grande, pensando en obra, convocatoria y mensaje, que tenemos por estos pagos. Dejo una de, para mí, su mejor disco en solitario y que va un poco con el texto.
PD: Unos días después, volví a ver a la pareja y siguen bien, ahora son parte de los que pasean perros. Las medias siguen igual.