Lunes. 9.07. Suena la campana de notificación de mensaje nuevo en el chat laboral. Nada bueno puede pasar.
En la empresa donde trabajo, cuando echan a alguien, la sala de conversación con esa persona en el chat interno se convierte en De Solo Lectura acompañado por la desaparición del color de un pequeño círculo que marca los diferentes estados posibles y que, desde ese día, quedará clavado en el negro. Una especie de transmutación de los veintiún gramos en la era digital y laboral. Un nuevo nombre grisado en las redes internas. La muerte en los tiempos del home office. ¿Cuántos contactos muertos tenemos en nuestras teléfonos y redes sociales?
De un tiempo a esta parte, cuando llega un mensaje en el grupo a primera hora con una invitación a una reunión fuera de agenda, tengo el acto reflejo de revisar el chat con cada uno de los integrantes del equipo para comprobar cual se convirtió en un nuevo despido, un nuevo Solo lectura. Y eso lleva también a que cuando el mensaje es dirigido directamente a mi, tema ser el próximo. ¿Y si esta semana te toca a vos?
Esto se hizo demasiado asiduo últimamente, y me lleva a encontrarme casi a diario pensando en qué haría si me echan. ¿Hay lugar en el mercado laboral para gente de mi edad, en mi puesto? A veces, en medio de estas disquisiciones, me pregunto si con Sistemas ya no nos dimos todo y comienzo a imaginar posibles nuevos rumbos. Se me viene el recuerdo de uno de los personajes principales de Years and years, la serie que anticipó este mundo de desempleo, racismo y una derecha horrible (que se ufana haciendo su propio festival…), y que no es fácil de ver ya que, misteriosamente a pesar de tener cualquier cosa, HBO borró de su catálogo. ¿Rappi es una opción? ¿Uber? Debería aprender a manejar, por las dudas. ¿O la posta sería aprender un oficio que sea útil cuando se corte la luz?
En La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, Tomás, luego de una persecución política que lo lleva a abandonar su puesto de cirujano, encuentra un nuevo rumbo, tranquilidad e incluso disfrute limpiando ventanas para luego radicarse en el campo. Hago números, reviso los gastos superfluos. ¿Cuánto necesito para llevar una vida tranquila? ¿Los textos dejarían de ser tan dispersos de encontrarme con más tiempo? Ahí si me convertiría en De Solo Lectura.
Las noticias en el mundo y, sobre todo en el país, no son alentadoras. El día que empecé a escribir esto, en uno de los newsletter a los que estoy suscrito que manda un resumen diario con las noticias más importantes, leo lo siguiente: “Mientras el polo industrial cordobés acumula despidos y cierres de plantas, y se posiciona como uno de los territorios más golpeados por el modelo aperturista del Gobierno nacional…”. Me pongo un streaming sobre video juegos para relajar y el título reza: “Despidos en Microsoft”. Serendipia y la concha de tu madre.
Las ofertas laborales en sistemas, un rubro que siempre fue en alza, bajaron fuertemente en lo últimos años. Esto también se puede comprobar en la escasa cantidad de ingresos a la empresa y en las conversaciones con gente que labura en otras. El otro enemigo a temer es la IA que no paran de decirnos que viene por nosotros pero que seguimos alimentando.
En «La máquina ingobernable. Historia de cuatro capitalismos», Alejandro Galliano habla en un capítulo de como afectó la microelectrónica, la robótica, la informática y las telecomunicaciones a fines de los 60. Dice: «Conviene recordar que estas innovaciones se concentraban en sectores de punta y convivían con sistemas fordistas y prefordistas. Y no reemplazaban trabajadores, sino tareas: afectaron más al trabajo administrativo y manual calificado que al trabajo profesional y el manual no calificado. (…) Esta heterogénea escala salarial quebró la solidaridad en el lugar de trabajo.”
Hace unas semanas, cuando echaron al último compañero, nos dijeron que, a pesar de que su evaluación había sido buena, afuera había demasiada oferta y que había que priorizar la excelencia (palabras más, palabras menos) y para mí, que comencé a trabajar en los estertores de lo que dejaron los noventa (hoy de nuevo en boga por las ideas que volvieron y una serie sobre el mandamás), me trajo reminiscencia a esos años que algunos, inexplicablemente, adoran. Aunque, prejuzgando como se debe, diría que se quedan con la cáscara de ese romantisísmsico que fue el 1 a 1.
Yo fui de los que viajó a Estados Unidos en los mediados de los noventa, de los que salió por primera vez del país en esa década. Pero también, a meses de aquel viaje, a mi viejo lo echaron y se terminó comiendo la indemnización en un kiosco en el que hice mis primeras armas en el mundo laboral.
El primer trabajo “formal” fuera de lo familiar, vino unos años después y fue de cajero en un supermercado de una reconocida cadena francesa (¡epa, qué misterioso!) que hacía contratos de tres meses a prueba a través de una empresa tercerizada (“Joder con las ETTs, joder, ¿cuándo van a arder?”), y que luego descartaba sin ningún tipo de represalias. El primer fin de semana, a modo de derecho de piso, nos hicieron laburar doce horas cada día. Y, claro, nunca nos pagaron ese extra. Ni siquiera lo hicieron constar en ningún lado. No se hicieron ricos firmando cheques.
Cuando nos echaron, a todos los que habían entrado en mi tanda y en la tanda anterior, unas quince personas que en los últimos días capacitamos a los que se quedarían en nuestro lugar, nos hicieron renunciar. Y esto era lo que llamaban, insisto, trabajo formal.
Las colas en las puertas de los lugares donde ofrecían laburo solía dar la vuelta a la cuadra. Cada uno con su clasificado bajo el brazo en el que había encontrado la oferta. En uno de esos, luego de esperar horas, la prueba fue tomarnos el tiempo que tardábamos en pegar con cinta unos carteles en la pared. No quedé.
Todo eso se me aparece cuando me suena el chat a deshoras, cuando me invitan a una reunión de la nada. ¿Cómo no voy a tener un orzuelo? ¿Cómo no se me va a descontrolar la rosacea, marca indeleble de haber vivido una pandemia?
Lunes. 9.08. Termino de hacerme el mate y reviso, finalmente, quién me escribió. Era una respuesta a una consulta que hice en otro equipo el viernes a última hora y que, obviamente, durante el fin de semana olvidé. Los mundos posibles se derrumban. Desaparece la mochila roja, se deshace en el aire la licencia de conducir. Las ventanas del barrio continuarán sucias. Sin embargo, cuando le quiero contestar, reparo en su color y confirmo que ya no puedo.